Escribamos de extraños encuentros, de casi conspiraciones de los ingredientes y los sistemas de cocción que cambian el curso de la historia de la humanidad. Y bien, en minutas pasadas mencioné a Marie-Antoine Carême y el hecho de que fue bautizado así en honor a la reina Marie-Antoinette, quien en su momento fue querida y admirada por un sector de la sociedad francesa. Por los libros o las películas todos conocen su triste final. Pero creo que Carême es menos conocido, él no inventó la cocina francesa sino que la materializó al clasificarla como arte y ciencia. Le dio orden, reglas y cánones. Se encargó de dejar atrás los sabores del Antiguo Régimen para sublimarlos con la Restauración. Enalteció a la cocina francesa, además de crear la palabra gastronomía. Desde entonces, escritores, poetas y demás artistas de una u otra manera han dejado testimonio sobre sus platillos.
A ratos me da por imaginar que esa dedicación por los platillos, esa “gula voraz siempre desierta” como diría el buen Villaurrutia, representó la posibilidad de saborear la modernidad. Tras la Revolución y el Reinado del Terror, los burgueses se dieron a la tarea de disfrutar de los placeres más mundanos, entre ellos el de la comida. Cientos de menús surgieron con los nuevos restaurantes que aumentaban en número pues los chefs y los cocineros de la otrora realeza, desempleados, buscaron cómo ejercer su oficio. Supongo que más de un comensal celebró entre guisos y copas el supuesto fracaso de la revolución. Me gusta imaginar que entre ellos deambulaba el fantasma de la reina decapitada con una charola de pastelillos, ese icono cuya anécdota se dice que no es cierta, pero cuya postal bien puede representar ese momento histórico tras el que la monarquía nunca sería igual.
Sin embargo, creo que Carême se ganó el apelativo “El cocinero de reyes y el rey de los cocineros” sólo gracias a la Revolución de 1789. Lo sé, a primera vista suena contradictorio, pero fue precisamente la ruptura de todo lo que permitió que otros llegaran a edificar sobre nuevos pilares. Las posibles dudas se disipan al saber que Carême, cuando fue llamado como chef por el zar en turno de Rusia, regresó a su tierra natal porque no le gustó lo que vio. La Rusia anterior a su propia revolución no le ofrecía el terreno ideal para aplicar la transformación: cierto “el horno no estaba para bollos”. Pero me gusta imaginar que con su corta estadía logró dejar los ingredientes franceses, el sabor de la modernidad, que años después provocarían la caída de los Romanov.
La Revolución Francesa fue el parteaguas de la modernidad. El Fraternité, Egualité et Liberté son la sal y la pimienta de nuestra sociedad occidental. Aunque nuestro pase a la modernidad tiene un sabor más dulce. Llegó gracias a un pastel, bueno, con La Guerra de los Pasteles. La intervención francesa se debió al pretexto de que a un pastelero no se le pagaba la deuda que reclamaba como daños por la Guerra de Reforma. La cereza del pastel simbólico tuvo un nombre imperial: Maximiliano de Habsburgo (Maximiliano I de México). Su breve reinado dio cabida a nuevos vasos comunicantes entre Europa y México. Basta caminar por su legado: Paseo de la Reforma y el Alcázar del Castillo de Chapultepec. Sin él no tendríamos figuras como la de don Benito Juárez, Ignacio Zaragoza, Porfirio Díaz (entonces coronel) y al incomprendido Miguel Miramón. Cierto, nosotros también vivimos una Restauración.
Sí, supongo que ya lo ven venir. Ya todos pensaron en la Revolución Mexicana. Lo dicho, estalló justo cuando el afrancesamiento de nuestra sociedad estaba en pleno. Basta leer los facsímiles de los menús que se ofrecían en los festejos de don Porfirio Díaz. O bien, saber que el restaurante del chef Sylvain Daumont era famoso, como también lo era la confitería de Deverdun. Los “bon vivants” de México conocían los cánones de la Fisiología del gusto escrita por el francés Brillat Savarin. Mas si dudan sobre el México afrancesado por los platillos, basta contemplar la arquitectura del Palacio de las Bellas Artes que es como un inmenso pastel digno de cualquier pastelería de París o elaborado por el mismísimo Carême.
La modernidad sabía a banquetes fastuosos, a salones inundados de especias, a café, a chocolate, tenía la cremosidad de los betunes, la suntuosidad de las salsas, y el color vivo de los cortes jugosos de carnes varias. Creo que don Porfirio Díaz jamás calibró que lo que promovía, la modernidad, la civilización, sería lo que años más tarde le quitaría su reino. Me gusta imaginar a su fantasma conviviendo allá, en París, con los de otros ilustres que transformaron la Historia. Ésta es como un pastel: cubierto, con varias capas, envinado o no; puede estar decorado hasta el hartazgo y esconder sinsabores, o bien mostrar simpleza pero contener los dulzores más celestiales.
Cuando pienso en nuestras comidas rápidas, nuestros congelados y los artificios que empaquetamos en los más vistosos envases, no sé qué asomará en el futuro. Si conservamos nuestro sabor actual, ¿cómo serán la ideología, el pensamiento, el arte? Si no cambiamos nuestro menú ¿qué platillos determinarán la Historia? A ratos temo imaginar lo que vendrá. Pero lo cierto es que siempre tendremos la posibilidad de un nuevo Carême.