Desde la cumbre nublada contemplaron la inmensa llanura acuática de la ciénega grande, explayada hasta el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron el mar. Una noche, después de varios meses de andar perdidos entre los pantanos, lejos ya de los últimos indígenas que encontraron en el camino, acompañaron a la orilla de un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de vidrio helado. (…) José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo.”
In Memoriam, Gabriel García Márquez. Cien Años de Soledad, (Editorial Sudamericana, S.A. 1967).
Imponente como es el tono fundacional del imaginario Macondo, convierte en tierra patria el realismo mágico del ahora Gabo inmortal. 2014 ha probado ser un año de reminiscencia de grandes hechiceros de la palabra que inscribe ahora mismo, en su memorial, el nombre de alto significado y resonancia universal: Gabriel García Márquez. Precisamente, en la noche inaugural del triduo pascual, que nos sumerge en ese otro realismo profético de la Biblia, que nos lanza de lleno a incursionar en la inmensa llanura del mito histórico de nuestros orígenes que nos instala para habitar en el mundo de la cristiandad.
No sé qué tanto ni hasta dónde el uno es extensión del otro, pero sí sé que el uno se toca de cerca y de junto con el otro, porque al final nos habla de nuestra identidad, de nuestra historia terrenal, de los sueños que nos dan vida, de las genealogías de las que provenimos y producimos, de la ofrenda sacrificial que, al final, somos cada uno de nosotros, antes de disolvernos en el Misterio. Sin las narrativas del realismo profético sería imposible entender el sentido histórico de Jesús de Nazareth, ni mucho menos su ofrenda sacrificial como Sumo y Eterno Sacerdote. Por ello evoco, hoy, la secuencia de los Cantos del Siervo de Yahweh, que son mitos fundacionales de la identidad sacerdotal de Jesús, el Cristo.
He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él; dictará ley a las naciones. No vociferará ni alzará el tono, y no hará oir en la calle su voz. Caña quebrada no partirá, y mecha mortecina no apagará (Primer Canto. Isaías, 42, 1-4, 5-9).
El abajamiento del hijo divino es signo de su dignidad. Su genealogía tiene nombre y apellido de hombre y de mujer. Su autoridad y poder no se expresa por lo tronante e impositivo de su voz, Su vocación se distingue no por las riquezas y el prestigio social, sino por su extrema actitud de ternura entrañable hacia su hermano el hombre, que le hace ni siquiera tocar una caña ya quebrada, o atreverse a soplar con suma delicadeza una mecha mortecina. Visualizar así a un sacerdote de la antigüedad, sea babilónico, hebreo, maya o azteca era inimaginable; por el contrario, el sacerdocio era visto por las culturas arcaicas y de los orígenes, como una función de ministro semejante a lo que representaba: el Misterio. Imagen vicaria entre Dios y los hombres, a la vez tremenda y fascinante, era juez de vida y muerte, actuaba como oferente de vidas humanas bajo el puñal, el agua o el fuego, a fin de que el pueblo fuera salvado, justificado.
¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos! Yahaweh desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre. Hizo mi boca como espada afilada, en la sombra de su mano me escondió; hízome como saeta aguda, en su carcaj me guardó. Me dijo: ‘’Tú eres mi siervo en quien me gloriaré. (…) Así dice Yahweh: el que rescata a Israel, el Santo suyo, aquel cuya vida es despreciada, y es abominado por las gentes (Segundo Canto, Isaías 49, 1-6, 7).
Paradójicamente, deberá ser humillado para luego ser exaltado por sobre todo nombre. Un abajamiento incomprensible para la lógica de la dignidad y exaltación social. Un siervo sufriente, humilde y rechazado.
El Señor Yahweh me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído para escuchar como los discípulos; el Señor Yahweh me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. (…) ¡Oh vosotros, todos los que encendéis fuego, los que sopláis las brasas! Id a la lumbre de vuestro propio fuego y a las brasas que habéis encendido. Esto os vendrá de mi mano; en tormentos yaceréis (Tercer Canto, Isaías, 50, 4-9, 10-11).
Queda, no obstante, la promesa de reivindicación del que es auténtico discípulo, el hijo amado. Su misión es promulgar una palabra alentadora, fundación de la esperanza en un mundo y una vida mejor. Para lo cual hay que tener un oído atento, Esta actitud fundamental para el profeta, es saber estar a la escucha. Y no cejar incluso ante la ofensa y la violencia infligida. Pero ay de aquel de provoca e induce la violencia, porque será presa de su propio fuego destructivo. Al final la víctima y el inocente serán reivindicados, aunque por un tiempo sean humillados y desechados como despojos del poderoso. He aquí el poder avasallante del sacerdote que, en medio el realismo histórico tremendo que produce el dominio abusivo de quien detenta el poder, habrá de alzar al caído y encumbrarlo por encima del que actuó con impunidad y soberbia.
He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera. Así como se asombraron de él muchos -pues tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana- otro tanto se admirarán muchas naciones; ante él cerrarán los reyes la boca, pues lo que no se les contó verán, y lo que nunca oyeron reconocerán. (…) Ya que indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado, cuando él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes (Cuarto Canto, 52,13 – 53,12).
Esta función de mediador, le hace fungir como sacerdote, pero uno que con su propia vida paga el rescate de sus hermanos. Se abaja como víctima, siendo que tiene el poder reivindicador por encima de cualquier otro poder sobre la Tierra, y todo para dar sentido de vida a quien lo ha perdido del todo. En verdad, el sueño promisorio por encima de cualquier otro sueño. No sé si el realismo mágico sea un género literario equidistante del realismo profético mesiánico, pero lo que sí sé es que ambos se funden como geniales mitos fundacionales de una misma cultura: hispano-americana y judeo-cristiana, en que habitamos.