Una de las grandes defensas de los gobiernos locales en la región es lo que logran gestionar, presupuestar y gastar como inversión pública. Las cuentas públicas y sus respectivos discursos se enfocan en posicionar las cifras de inversión por sobre las de gasto corriente (salarios, servicios, subsidios, etcétera). Generalmente a finales de periodos gubernamentales, sobre todo en México, los gobiernos locales y municipales tratan de reflejar este gasto en inauguraciones de obras -a medias- y campañas publicitarias. Nada más ofensivo para el ciudadano.
En estricto sentido, los clasificadores por objeto del gasto señalan que la inversión pública se compone por aquellas erogaciones en bienes y servicios, requeridos para la ejecución de obras de infraestructura, y demás gastos en programas y proyectos de inversión que contribuyen a incrementar los activos fijos, necesarios para la prestación de los bienes y servicios públicos. Es un gasto que no se regulariza y que su erogación culmina justo cuando termina la obra realizada. La literatura converge en que la inversión pública dinamiza la economía de un país o una región, y por lo tanto potencia su crecimiento económico de una forma sostenida, en el mediano y largo plazo.
En América Latina, el proceso de descentralización ha derivado en que los gobiernos estatales, y locales, se hagan cargo en mayor proporción de su inversión pública. Esto si bien se puede argumentar que resulta benéfico debido a la cercanía del gobierno con el ciudadano, también conlleva un mayor riesgo a padecer malas prácticas y actos de corrupción. Licitaciones que favorecen a grupos empresariales privilegiados, grandes beneficios para servidores públicos y acciones clientelistas son algunos de los escenarios que nos podemos encontrar al fiscalizar la inversión pública.
Un buen ejemplo lo podemos encontrar en las calles que caminamos y en las avenidas que transitamos día a día. En Aguascalientes, cómo olvidar esos días de enero lluviosos, que evidenciaron un rotundo fracaso en la inversión pública al llenar de baches las avenidas, justo cuando cambiaba la gestión local y las acciones se exacerbaban. Al no ser el ciudadano, que paga impuestos, el beneficiado, entonces, ¿quién se benefició? ¿Hubo licitación? ¿Con qué material se pavimentaron las calles? ¿A quién se le compró el material? ¿Cuánto le costó al ciudadano la rehabilitación y pavimentación de las calles y avenidas? Ante el fracaso, ¿cuánto le costaron los baches?
Respecto a esto último, una intuición. Cuando se evalúa un proyecto de inversión pública relacionado a carreteras y pavimentaciones, los beneficios sociales se miden a través de los Costos Generalizados de Viaje (CGV). Esto se usa para llevar a cifras, cuánto reditúa cada peso que se invierte. Para medir lo anterior, se toma en cuenta el tiempo que el ciudadano reducirá sus tiempos de viaje, el ahorro que se genera por un menor gasto en arreglo de llantas y demás partes del automóvil, así como el valor de reducir la propensión a contraer un accidente automovilístico. Entonces, estas mediciones tienen que mostrar, para que el proyecto sea socialmente rentable, que en el largo plazo los CGV son mayores al monto invertido (en otras palabras, que el ahorro que la sociedad percibirá por la reducción de diversos costos asociados a carreteras y caminos en malas condiciones, será mayor al monto que el gobierno invirtió). Así es, la inversión pública se debe hacer con perspectiva de largo plazo, no para presentar como logro en un informe de gobierno.
Para cerrar. Como ciudadanos es menester atravesarnos en la retórica de nuestros gobernantes. Más inversión pública no es señal de mejor gobierno. Nunca. Los gobiernos deben garantizar que la infraestructura realizada es de calidad, que los recursos se han gastado éticamente, que existe un respaldo técnico y una práctica honesta en las decisiones. En fin.
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