Corruptio optimi pessima, (la corrupción de los mejores es la peor). Refrán latino creado con referencia al desarrollo y expansión de Roma que dio lugar a las sociedades de publicanii, o contratistas públicos. Estos negociantes privados concurrían a contratos públicos para las más diversas cosas: suministros al ejército, transportes militares, recaudación de impuestos, etc… Las duras leyes publicadas al efecto (a los funcionarios corruptos se les cortaba la nariz y eran introducidos en un saco para ser arrojados al agua -el mar-) pero no era suficiente esta ley para detener la avaricia insaciable de estos corruptos. Etimológicamente el término corrupción, alude a la descomposición, alteración y falsificación a través del soborno y la seducción, además de la necesidad de hacer la pifia en colaboración de otros secuaces (Cfr. The New Yorker, miércoles 24 de diciembre, 2008. Loreline).
En el contexto actual del país, con la revelación de sonados actos de corrupción detonados por la empresa contratista de Pemex, Oceanografía, o clausuras inauditas en el D.F. como la de la “línea dorada”, la 12, del Metro; o asesinatos entre bandos contrarios de autodefensas, en Michoacán; bastan para no solamente arquear las cejas, o elevar inquisitivamente las narices, sino espetar ante quien corresponda, una justa indignación ciudadana.
La manifestación clara y llana de una pública desaprobación se hace necesaria, como un primer paso, para detonar acciones adecuadas y significativas. No basta el que como ciudadanos comunes nos sepamos y ostentemos como víctimas de tales atracos al bien público. Hace falta sentir nuestra indignación, para actuar.
Muy aleccionador es el célebre pasaje escrito: De la visión y del enigma, de Federico Nietzsche, en su Así Hablaba Zaratustra, en el cual evoca una poderosa analogía, -“¡Pero allí yacía por tierra un hombre! (…) Y en verdad lo que vi no lo había visto nunca. Vi a un joven pastor retorciéndose, ahogándose, convulso, con el rostro descompuesto, de cuya boca colgaba una pesada serpiente negra. ¿Había visto yo alguna vez tanto asco y tanto lívido espanto en un solo rostro? Sin duda se había dormido. Y entonces la serpiente se deslizó en su garganta y se aferraba a ella mordiendo. Mi mano tiró de la serpiente, tiró y tiró: -¡en vano! No conseguí arrancarla de allí. Entonces se me escapó un grito: ¡Muerde! ¡Muerde! ¡Arráncale la cabeza! ¡Muerde!. Este fue el grito que de mí se escapó, mi horror, mi odio, mi náusea, mi lástima, todas mis cosas buenas y malas gritaban en mí con un solo grito. (…) -Pero el pastor mordió, tal como se lo aconsejó mi grito; ¡dio un buen mordisco! Lejos de sí escupió la cabeza de la serpiente: -y se puso de pie de un salto. -Ya no pastor, ya no hombre, -¡un transfigurado, iluminado, que reía! ¡Nunca antes en la tierra había reído hombre alguno como él rió!”. Los dilemas, cuando son de vida o muerte, cuando no pueden ser equivalentes a una coexistencia resignada, o meramente tolerada como designio histórico, deben ser resueltos de un tajo; en un instante de lucidez, de opción y pasión irrefrenable por la vida, la sobrevivencia, el desarraigo del mal incrustado en las instituciones de la cosa-pública.
Dice el autor: “¡Resolvedme, pues, el gran enigma que yo contemplé entonces, (…) ¿Quién es el pastor a quien la serpiente se le introdujo en la garganta? ¿Quién es el hombre a quien todas las cosas más pesadas, más negras, se le introducirán así en la garganta?” –Para responderse: “Oh hermanos míos, oí una risa que no era risa de hombre, – y ahora me devora una sed, un anhelo que nunca se aplaca. Mi anhelo de esa risa me devora: ¡oh, cómo soporto el vivir aún! ¡Y cómo soportaría el morir ahora! -Así habló Zaratustra”.
Y… ¿cuál es la opción, ante un tal desafío?
Afortunadamente, en la raíz de nuestra cultura, existen esas ideas seminales que nos iluminan a la hora apremiante de la decisión. Me refiero al vuelo poético de Octavio Paz, en que plasmó la disyuntiva entre el arco y la lira; consistente en optar o por la vida o por la muerte, la cruda alternativa entre el arco, arma ofensiva, y la lira, instrumento musical de múltiples cuerdas y más amplias posibilidades.
Con razón, el poeta plasmó con ese toque magistral de pluma en papel, la poderosa semejanza de dos instrumentos de cuerda, pero cuyas cualidades intrínsecas difieren enormemente en sus resultados. La guerra y el arte parecieran correr por la vertiente del mismo río, pero bien pronto nos damos cuenta que sus flujos respectivos se deslizan por cauces bastante disímiles. Mucho ha procurado la razón técnica y fáctica de la guerra para hacer creer a los hombres y a los pueblos que su estrategia es arte y que el arte es una forma sutil y arrobadora de la guerra; sin embargo, es notable la imprecisión del significado que se arropa en la contradictoria conjunción de la frase: “el arte de la guerra”, aunque la sutil cultura oriental, especialmente japonesa, la haya elevado a las cimeras cumbres del pensamiento en búsqueda de perfección.
Para Octavio Paz, el arco significa esencialmente la vertiente combativa, agresiva, destructiva, símbolo de la muerte que existe como fuerza incontrolada en el hombre; mientras que la lira es concreción del placer, el deleite, la sensación creativa, la construcción del hombre, el símbolo de la vida. Arco y lira se han unido, pues, en el plasma vital de una imagen poética que es capaz de expresar tanto en tan pocas letras. Muy oportuno nos viene el aniversario que celebra a este mexicano, cuya lucidez se agiganta con el tiempo.
Nuestro mundo estridente de hoy conoce el poder del arco. El símbolo del que domina, sin otra razón que la agustiniana expresión aquella de “libido dominandi”; es decir del “placer de dominación” justificado en la pasión de gloria y grandeza. Solamente que los dardos mortíferos de ahora son portadores de gran poder destructivo, se lanzan desde las plataformas de acorazados, portaaviones, fantasmagóricos cazas. Los drones, y bombarderos desde gran altura y distancia; la mira simple del arco se ha convertido en la sofisticada pantalla de poderosas máquinas cibernéticas, y el trazo de la flecha disparada ahora es conducida por la inteligencia oculta en microchips y rayos láser.
Cuando nos preguntamos sobre la sinrazón que a la razón poética se le hace en esto del recurso de la guerra, nos quedamos pasmados por el vacío que esencialmente crea y el sinsentido que produce al final, ya que una vez pacificado el conflicto viene la irremisible pregunta de: ¿valió la pena? Los que usan el arco como alternativa preferente ya no podrán sino exhibir con sus trofeos de guerra la insensatez de haber aplastado la vida humana; y, en contraparte, los que usan la lira podrán cantar el triunfo de la paz como celebración de vida, la que renace, la que se multiplica, la que ama y la que padece el maravilloso tormento de vivir entre el dolor, el placer y el amor.