Los frívolos placeres de estos días
De la escena salen varios caballeros cargando el féretro de Enrique VI, al frente, la viuda Lady Anne, quien ha aceptado llevar la sortija de compromiso que le acaba de entregar Gloucester, el asesino de su esposo y quien dentro de poco se convertirá en rey, es La tragedia del Ricardo III, de William Shakespeare.
Al quedarse solo, Gloucester se pregunta, explica y justifica:
¿Fue nunca mujer de este modo pretendida? / ¿Fue nunca mujer de este modo conquistada?/ Será mía, mas por tiempo limitado./ ¡Cómo! Yo que maté a su esposo y a su suegro,/ la he ganado cuando más me aborrecía:/ ante el sangrante testigo de su odio,/ teniendo a Dios, su conciencia y tanta traba/ en contra mía; y yo sin más apoyo/ que el diablo y mis trazas embusteras
Es el final de la segunda escena del primer acto, ¿a quién le habla Gloucester? En el inicio de la obra su presentación puede ser interpretada como un discurso, así sucede en la versión cinematográfica de Richard Loncraine (Richard III, 1995), Ian McKellen comienza hablando (He aquí el invierno de nuestras desdichas / vuelto glorioso estío por este sol de York) ante una multitud que festeja la ascensión al trono de Eduardo, pero en el momento en que le gana su maldad y revela que lo único que lo mueve es la ambición de poder (Mas yo, que no nací para estas travesuras, / ni estoy hecho a cortejar un amoroso espejo… y puesto que no puedo probarme como amante,/ para entretener estos bellos y graciosos días, / he determinado probarme cual villano/ y odiar los frívolos placeres de estos días), Gloucester nos habla, nos busca, no es que piense en voz alta, establece un diálogo y quiere nuestra complicidad.
Cazar o ser cazado
Para muchos, entre los que me cuento, fue un alivio que por fin Netflix pusiera en línea la segunda temporada de House of Cards, la serie es un producto brillante e hipnótico, resulta muy difícil dejar de ver, una tras otro, los 13 capítulos de la historia de ambición y lucha por el poder de Francis J. Underwood (Kevin Spacey) y, por supuesto, su esposa Claire (Robin Wright).
¿Qué tiene House of Cards? Todo, absolutamente todo para atrapar al espectador más exigente: magnífica dirección, actuaciones deslumbrantes, una trama inteligente y un guión espléndido; hay quien caracteriza la historia como “shakespereana”, cuando me la recomendaron ese fue el anzuelo que mordí. ¿Lo es? Por supuesto, más allá del evidente reflejo que son Francis y Claire del matrimonio Macbeth, considero que lo más “shakespereano” es la forma en que se dirige Underwood al público, tal y como lo hace Gloucester en Ricardo III.
¿Spoiler? No lo creo, pero va. De hecho, el primer capítulo de la segunda temporada juega con esa expectativa, es hasta el final, cuando uno ya comienza a extrañar algo, que Francis J. Underwood se queda solo, frente al espejo y suelta: ¿Creías que te había olvidado? Quizá era lo que esperabas. No desperdicies aliento llorando a la señorita Barnes, cada gatito crece para ser un gato. Al principio parecen tan inofensivos, pequeños, tranquilos, bebiendo a lengüetazos su leche. Una vez que sus garras crecen lo suficiente, pueden sacar sangre, a veces de la mano que los alimenta. Quienes escalamos a la cima de la cadena alimenticia debemos ser despiadados. Hay una sola regla: Cazar o ser cazado. Me alegra que volvieras, bienvenido. No hay nadie más en la habitación, la bienvenida es para el público, se dirige a quienes lo vemos y, sí, demanda nuestra complicidad.
Hace unos días comentaba con el editor de Autonomía, Francisco Trejo, la especie de felicidad que me embargó al presenciar esa escena, cómo sentí que se tendían hilos de una temporada a otra y confirmaba lo bien escrita y actuada que estaba la serie. Me sorprendió que me comentara que a gran parte del público norteamericano no le gustara precisamente eso, que el personaje se dirigiera a ellos.
La idea me estuvo rondando un buen rato y la única explicación posible que encontré a ese desagrado fue que no disfrutaran esa demanda de complicidad, que se sintieran obligados a corresponder ese lazo que un personaje tan decididamente malévolo tiende, como si por el hecho de atender su propuesta, necesariamente, uno se convirtiera en lo que festeja.
Entendí también la respuesta David Chase, creador de Los Soprano, ante los reclamos del público por la forma en que había decidido terminar con la serie, básicamente despreció que los espectadores demandaran un castigo, el que fuera, para Tony Soprano (James Gandolfini), cito de memoria: durante seis temporadas festejaron al personaje tal y como era, la serie termina así porque así es la vida, no pidan que castigue a Tony, no voy a lavar sus conciencias. Y sí, la vida termina y sigue tal y como finaliza Los Soprano.
Coda y refugio
He dado mil vueltas, yo lo que deseaba era hablar de la provincia mental, a últimas fechas me avergüenza el prójimo: padres de familia cerrando escuelas para impedir el acceso a un niño que fue expulsado por otro grupo de padres que lo acusaban de bullying, buenpedistas defendiendo los circos sin animales pero incapaces de tocar a los toros, profesores cerrando escuelas, mediocres atizando la guerra sucia a través de campañas mentirosas que terminan afectando no al gobierno sino a quienes aquí vivimos, críticos literarios incapaces de generosidad alguna y escritores negligentes descalificando a quien no lea como ellos… Ese prójimo que vive en los extremos, que tras una aparente normalidad demanda que te pongas de su lado, tomes partido o seas excluido… La vida, creo, está en otra parte, lo sé; afortunadamente hay muchos libros, películas y series todavía para ejercer la complicidad que demandan las obras de arte y no esa confabulación barata que exigen tus iguales.
@aldan