Mientras las potencias occidentales redibujan sus alianzas en un tablero geopolítico cada vez más complejo, Donald Trump vuelve a mirar hacia Pyongyang. Desde el Despacho Oval, el presidente estadounidense ha reactivado su retórica sobre Corea del Norte con una mezcla de nostalgia, diplomacia personalista y, como ya es costumbre, desmarque del discurso oficial de su propio gobierno.
“Hay comunicación”, repite Trump ante la prensa, como quien habla de una vieja amistad reanudada por mensaje de texto. El vínculo que mantuvo con Kim Jong Un durante su primer mandato —ese que incluyó misivas calificadas como “cartas de amor” y tres reuniones sin precedentes— regresa ahora como un supuesto activo diplomático. Lo dice él mismo: su relación con el líder norcoreano “es un activo muy grande para la estabilidad mundial”.
Y aunque las cumbres de Singapur (2018), Hanói (2019) y la Zona Desmilitarizada intercoreana (también en 2019) pasaron a la historia por el simbolismo que representaron, sus resultados tangibles siguen siendo escasos. Las promesas de desnuclearización quedaron en el aire, los misiles norcoreanos siguieron cayendo en el mar, y las tensiones en la región no dieron tregua. Aun así, Trump insiste en que fue él quien “detuvo la guerra”, en alusión al clima previo a sus negociaciones con Kim.
Lo llamativo no es solo el revival del vínculo personal con el líder de un régimen autoritario, sino el contraste con la política exterior que, al menos en papel, sigue defendiendo su administración. El Departamento de Estado —ahora encabezado por Marco Rubio— mantiene su compromiso con la desnuclearización de la península coreana, en línea con Japón y Corea del Sur. En otras palabras, mientras Trump lanza guiños a Kim, su cancillería trabaja para reducir el arsenal que el mismo Trump reconoce como “enorme”.
Este juego de discursos paralelos no es nuevo, pero sigue resultando inquietante. Por un lado, el presidente se refiere a Corea del Norte como “una potencia nuclear” con la que hay que mantener comunicación. Por otro, minimiza el hecho de que durante su ausencia del poder, Pyongyang no solo siguió desarrollando su arsenal, sino que también estrechó lazos con Rusia y China, lo cual reconfigura aún más el equilibrio de fuerzas en Asia.
¿Estamos ante un nuevo capítulo de “diplomacia disruptiva” al estilo Trump? ¿O simplemente frente a una narrativa de autoafirmación de logros pasados ante un presente geopolítico que lo ha rebasado? Trump no lo aclara. Su estilo evita los planes concretos: “probablemente haremos algo”, repite con vaguedad, dejando abierta la puerta a un posible nuevo encuentro con Kim, pero sin comprometerse ni a una agenda ni a un resultado.
Quizá lo más preocupante es la forma en que el presidente convierte el diálogo con una dictadura nuclear en una cuestión de química personal, como si la estabilidad internacional dependiera de la sintonía emocional entre dos líderes con impulsos impredecibles. Y mientras tanto, los analistas siguen esperando señales reales de cambio, más allá de las frases efectistas que caben en un titular.