Mientras el mundo celebraba el Eid, en Gaza se desenterraban cuerpos de paramédicos asesinados. No es una metáfora. Es la literalidad brutal del conflicto: quince trabajadores humanitarios —ocho médicos, seis rescatistas y un empleado de la ONU— fueron atacados mientras intentaban rescatar víctimas de un bombardeo. La escena, denunciada por la ONU y la Cruz Roja como un crimen de guerra, encarna la creciente fractura entre el discurso de la legalidad internacional y la práctica de los hechos sobre el terreno.
El ataque ocurrió el 23 de marzo en Al-Hashashin, en el sur de Gaza. Las ambulancias y camiones de rescate —todos marcados con los emblemas internacionales de protección— fueron blanco de disparos por parte de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI). Los cuerpos permanecieron cinco días enterrados en una fosa común, marcados con la luz de emergencia de una ambulancia destruida, hasta que equipos de rescate, con ayuda de Naciones Unidas, pudieron recuperarlos.
“Los atacaron uno por uno y los enterraron en una fosa común”, denunció el director de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) en Gaza. Israel, por su parte, sostiene que los vehículos se desplazaban de forma sospechosa, sin luces ni señales de emergencia, y que entre los muertos se encontraban militantes armados. No obstante, las listas de fallecidos difundidas por la Media Luna Roja Palestina no incluyen a ninguno de los presuntos milicianos nombrados por las autoridades israelíes. Entre ellos, un tal Mohammad Amin Ibrahim Shubaki, que el ejército identifica como miembro de Hamás. ¿Fueron entonces combatientes ocultos en ambulancias? ¿O personal humanitario asesinado sin justificación?
La línea entre los hechos y las versiones oficiales es difusa. Israel admitió haber enterrado los cuerpos “con telas y tierra” por considerar que su recuperación tomaría tiempo. Asegura que notificó esta acción a las organizaciones de rescate, aunque estas lo desmienten. La Media Luna Roja denuncia que se les negó el acceso durante días. Las evidencias en el terreno —vehículos perforados por balas, huellas de excavadoras— contrastan con la narrativa de “coordinación” que insiste en difundir Tel Aviv.
Más allá de las contradicciones, el caso ha encendido alarmas en organismos internacionales. La ONU, la Cruz Roja y múltiples organizaciones de derechos humanos reclaman una investigación independiente que determine si este ataque viola las Convenciones de Ginebra. Porque si los vehículos estaban claramente identificados, si los trabajadores llevaban uniformes médicos y guantes, y si iban camino a salvar vidas, entonces no hay ambigüedad: su ejecución es un crimen de guerra.
Las FDI responden que Hamás y la Yihad Islámica utilizan infraestructura civil para operar, incluyendo ambulancias y hospitales. Bajo esta lógica, cualquier espacio humanitario puede ser blanco si existe la sospecha de infiltración. Una lógica peligrosa que erosiona los cimientos del derecho internacional humanitario y deja a civiles y rescatistas en un limbo letal.
No es la primera vez que en Gaza los símbolos de protección se convierten en blancos. Y cada vez que sucede, la reacción es la misma: condenas, llamados a investigar y una prolongada impunidad. El mismo día del ataque, Israel reanudó operaciones militares en Rafah, instando a la evacuación de civiles hacia zonas designadas como “seguras”, como al-Mawasi, que en realidad apenas cuentan con condiciones mínimas para recibir desplazados. La guerra, suspendida brevemente por un alto al fuego, regresó con fuerza. Según el Ministerio de Salud de Gaza, más de 900 personas murieron solo desde el 18 de marzo, mientras la cifra total de víctimas supera ya las 50,000 desde el inicio del conflicto.
La narrativa oficial israelí insiste en que actúa contra el “terrorismo disfrazado”, mientras organismos internacionales intentan preservar una noción básica: hay reglas incluso en la guerra. La neutralidad médica, el respeto a la vida civil, la protección de misiones humanitarias no son sugerencias éticas. Son obligaciones legales. Ignorarlas, justificar su transgresión o diluir su responsabilidad solo abona a un terreno donde todo vale.
Y cuando todo vale, los primeros en caer no son los combatientes, sino quienes intentan salvarlos. Como los quince rescatistas cuyos nombres hoy apenas aparecen en los reportes oficiales, pero cuya muerte deja una pregunta que sigue sin respuesta: ¿quién protege a los que protegen?