Pocas veces una carrera de trineos despierta tanto ruido internacional. Pero cuando la segunda dama de Estados Unidos, Usha Vance, decide asistir con su hijo a la competencia nacional de perros de trineo en Groenlandia, acompañada de una delegación de alto perfil que incluye —oh, casualidad— al consejero de Seguridad Nacional y posiblemente al secretario de Energía, el mensaje es claro: no vinimos solo por la nieve.
La Casa Blanca insiste en que el viaje tiene fines “culturales” y que Vance está “entusiasmada” por celebrar “la unidad y la cultura groenlandesas”. Nada que ver, por supuesto, con el hecho de que su esposo es el vicepresidente de un presidente que ha dicho —más de una vez— que quiere Groenlandia “de una forma u otra”.
Pero claro, cuando en esa misma semana Trump afirma solemnemente que “necesitamos Groenlandia para la seguridad nacional e incluso internacional” y que está dispuesto a “darle la bienvenida a Estados Unidos” si así lo decide su pueblo (guiño, guiño), uno empieza a preguntarse si la carrera de trineos no es más bien una pista de aterrizaje diplomática.
No es la primera vez que el expresidente y actual jefe de Estado estadounidense (porque sí, la política estadounidense puede ser un reboot interminable) expresa su afán expansionista. Ya en 2019 quería “comprar” la isla, como quien adquiere una franquicia más para su imperio. Ahora, en plena reelección de su sueño imperial, decide que Groenlandia es “absolutamente necesaria”. Y lo que es peor: lo dice como si el mundo entero tuviera que asentir agradecido.
Del otro lado del Atlántico, el Gobierno de Groenlandia no ha aplaudido precisamente la visita. De hecho, la ha calificado de “muy agresiva”. El primer ministro Múte B. Egede declaró que la presión de Estados Unidos “es tan grave que el nivel no puede subir más”, y advirtió que los canales diplomáticos han fracasado. Groenlandia, que pertenece formalmente al Reino de Dinamarca pero posee autonomía interna, ha hecho lo imposible por mantener su autodeterminación, mientras la sombra de una “anexión amistosa” se cierne cada vez con menos disimulo.
La situación es tan tensa que incluso el alcalde de Qeqqata —municipio anfitrión de la carrera— rechazó reunirse con la delegación estadounidense, apelando a la prudencia en vísperas de elecciones municipales. Mientras tanto, la ministra de Asuntos Exteriores en funciones apenas pudo confirmar la visita, sin saber la fecha ni el programa. Porque cuando Estados Unidos decide visitar, no pregunta: notifica.
Lo que a ojos de Washington puede parecer una encantadora actividad diplomática-familiar, en Groenlandia se vive como una provocación. Que el asesor de seguridad nacional de Trump esté entre los visitantes es, como mínimo, un símbolo de intimidación. “La señal es inequívoca”, dijo Egede. Y si alguien tenía dudas, Donald Trump Jr. ya había hecho su respectiva visita privada en enero, como quien mide el terreno antes de una mudanza.
La población, por su parte, no ha sido indiferente. Cientos de groenlandeses se manifestaron en Nuuk contra la injerencia estadounidense, incluyendo líderes de todos los partidos con representación parlamentaria. La diputada Aaja Chemnitz resumió el sentimiento en una frase rotunda: “No, gracias, a que Estados Unidos se involucre en la campaña groenlandesa, independientemente de en qué forma”.
Porque una cosa es decir que se respeta el derecho a la autodeterminación, y otra es aterrizar con funcionarios de seguridad, financiar eventos culturales y repetir públicamente que la isla debe pasar a manos estadounidenses para “el bien del planeta”. Que Trump quiera disfrazar sus intenciones de buenas intenciones no hace menos burda la maniobra.
El nuevo gobierno de Groenlandia aún se está negociando, y aunque el líder electo, Jens-Frederik Nielsen, representa un independentismo más moderado, ha dejado claro que no quiere un tutelaje disfrazado de alianza estratégica. La segunda fuerza política, Naleraq, apuesta por una autodeterminación inmediata. Si algo une a las distintas facciones es su rechazo al guión imperial de Trump, que suena demasiado a remake de otros capítulos
Groenlandia quiere decidir su propio destino, pero cada visita “casual” de Washington lo convierte en una carrera cuesta arriba. Esta vez no de perros y trineos, sino de soberanía y dignidad. Y lo mínimo que se puede pedir —aunque ya ni eso parece garantizado— es que no vengan a decir que todo esto es por amor al folclor.