Réquiem por un globo | Cuentos de la colonia surrealista por: Alfonso Díaz de la Cruz - LJA Aguascalientes
22/03/2025

Cuentos de la colonia surrealista

Réquiem por un globo

Para cuando vi el globo, a través del espejo retrovisor, cruzando por la entrada de la cochera, era ya muy tarde para frenar el coche y no pude evitar pasarle por encima. Era un globo negro, ni tan grande ni tan pequeño, pero del tamaño suficiente como para que el viento lo hubiera sacado de no sé dónde -en ese momento no lo sabía- y lo hubiera arrastrado por la calle hasta la rampa de mi cochera en el momento justo en el que, de reversa, guardaba mi auto tras finalizar las actividades del día.

La explosión, que resultó más fuerte de lo que hubiese podido pensar, no se hizo esperar, como tampoco lo hizo la atención de los vecinos que, alertados por la misma, salieron de sus casas y se encaminaron a la entrada de la mía, de tal manera que, tras bajar de mi auto dispuesto a cerrar la cochera, un corrillo de vecinos y transeúntes chismosos -o aburridos- se había congregado alrededor de la rampa donde reposaban, aquí y allá, los restos de látex negro que daban fe de la tragedia que había ocurrido.

También de ello daba fe Jacinta, la dueña de la frutería de en frente que, ah, cómo es buena para el chisme y está en todo menos en misa, y sin que nadie le preguntara ahí andaba diciéndole a todo mundo “yo lo vi todo, le pasó por encima al pobre globo sin tener ni el menor cuidado ni la menor consideración” mientras que yo, claro está, me aguantaba las ganas de responderle y decirle que se callara y que dejara de ser tan metiche, que ella ni había visto nada y que se metiera en sus propios asuntos, que la cosa aquí ni siquiera era con ella, y si no se lo dije fue porque ahí estaba también Claudia, la vecina de la esquina, que sí que tenía vela en el entierro -nunca mejor dicho- puesto que era la dueña del globo prófugo y lloraba inconsolable ante su pérdida. Al parecer el viento le había jugado una mala pasada ese día y había arrancado al globo de un arreglo que había construido para adornar su casa con motivo del cumpleaños de su vástago, Matías, que cumplía siete añitos y que era aficionado a los vampiros, cuya temática era el eje central de los adornos.

En realidad, todo pasó tan rápido que, aunque no pudo haberse evitado, sus consecuencias rayan en lo absurdo: Una ráfaga como cualquier otra, el globo desprendiéndose del arreglo principal y el vecino de la quinta casa -o sea, yo- metiendo su coche en el justo momento en que el globo caía detrás de la llanta trasera izquierda, sin que hubiese tiempo para reaccionar, frenar o para que algo pudiera decirse siquiera.

De hecho, Claudia no decía nada. Lloraba y sollozaba descontrolada por su globo, asintiendo mecánicamente a mis disculpas y aceptando, por impulso quizás, mi promesa de indemnización mediante la compra no de una, sino de dos bolsas de globos de todos los tamaños y colores, y la cosa hubiera quedado ahí de no ser porque Jacinta, la metiche de Jacinta, sí que empezó a decir cosas y aseguró que eso no era suficiente, que si mi irresponsabilidad, que si eso era tapar el sol con un dedo, que si los daños emocionales ocasionados a la pobre de Claudia -que, dicho sea de paso, seguía en shock-, que si ésa era mi forma de solucionar las cosas, comprando bolsas de globos, ¿qué seguridad podía darles en la cuadra si ni la más mínima compasión tenía?, si no era en lo absoluto cuidadoso -y esto último ya no me lo dijo a mí sino arengando a los vecinos- ¿qué pasaría si en vez de un globo se tratase de alguno de sus hijos?, ¿se conformarían con una disculpa? ¿En qué tienda venderían bolsas de niños para reponer la pérdida por culpa de mi intransigencia y falta de cuidado? ¿Se quedarían tranquilos?

La negativa de los vecinos se alzó en un grito y la expectación inicial se convirtió en una ira creciente. Comenzaron a increparme con insultos, gritos, empujones y amenazas, y al final no me quedó más remedio que salir corriendo del lugar esquivando un par de golpes y jalones entre los furiosos gritos de los vecinos que, dirigidos por Jacinta y sintiéndose agraviados en lo más profundo y sagrado, exigían mi cabeza. La única persona que no se unió a la histeria colectiva -las masas transforman la moralidad de todas las personas que participan de ellas- fue Claudia que, apesadumbrada, recogía los pedacitos del globo atropellado y los juntaba en su regazo.

Se me apachurró el corazón, pero igual me fui para salvar mi pellejo.


Cuando volví ya muy entrada la noche, los ánimos estaban más calmados y, salvo por un par de golpes aquí y allá en la cochera y una pinta de “asesino de globos” a lo largo de las puertas de mi auto, los daños no llegaron a mayores y con el paso de los días el evento fue quedando en el olvido. Pese a ello, cumplidor como soy de mi palabra, dejé un par de bolsas de globos en la casa de mi vecina Claudia, la de la esquina.

Mañana terminaré de reparar la cochera y el fin de semana, cuando recoja mi auto del taller de pintura, pondré la casa en venta. Creo que faltan unas cuantas semanas para la siguiente fiesta infantil y, por Dios, no quiero arriesgarme a que el viento arrastre otro globo hasta mi cochera.


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