Una jueza federal en Washington, Ana C. Reyes, ha decidido hacer lo que la Constitución haría si tuviera gavel: frenar —al menos temporalmente— la más reciente cruzada ejecutiva del expresidente Donald Trump, que buscaba impedir que personas transgénero sirvieran en las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. En un fallo contundente, Reyes emitió una medida cautelar que bloquea la entrada en vigor de la orden ejecutiva 14183, una política que, más que estrategia de defensa nacional, parecía redactada con tinta de prejuicio.
La decisión judicial no es menor: protege a más de 14,000 militares trans actualmente en servicio y a quienes aspiran a ingresar al Ejército. Reyes argumentó que la orden “probablemente viola sus derechos constitucionales” y que su lenguaje es “descaradamente denigrante”. No está sola en esta evaluación: organizaciones como GLAD Law y el Centro Nacional para los Derechos de las Lesbianas (NCLR), que representan a los demandantes, celebraron la resolución como un acto de justicia para quienes han respondido al llamado de servir, sin importar su identidad de género.
El documento firmado por Trump no se andaba con rodeos: afirmaba que la identidad trans “entra en conflicto con el compromiso de un soldado con un estilo de vida honorable, veraz y disciplinado”. Una afirmación que, por sí sola, habría bastado para un capítulo entero en un manual de retórica estigmatizante. El Pentágono no tardó en ajustar su política: ordenó a todas las ramas identificar a miembros con diagnóstico de disforia de género y proceder con sus despidos en 30 días. Eso sí, se permitían excepciones, pero solo si la persona transgénero ayudaba directamente en “capacidades de combate”. Porque, al parecer, la igualdad tiene cláusula de utilidad.
Los demandantes —un grupo de seis militares activos y dos aspirantes, a los que luego se sumaron otros doce— argumentaron que esta política no solo los discriminaba, sino que socavaba sus carreras y su salud mental. Casos como el de una sargento retirada de una zona de combate para ser enviada a Kentucky, bajo amenaza de separación, evidencian los efectos reales y urgentes de una medida que el propio tribunal calificó de “irracional”.
La defensa del Gobierno se sostuvo en estudios poco claros y argumentos aún más vagos. Un abogado del Departamento de Justicia alegó que el 40% de los militares transgénero no eran desplegables por periodos prolongados, pero no supo decir si eso era distinto al resto del personal militar. Reyes no solo cuestionó la lógica, sino que citó el mismo estudio para demostrar lo contrario: los militares trans tenían incluso menos bajas y más tiempo de servicio que otros con condiciones como la depresión. “La cruel ironía”, escribió, “es que miles de miembros trans del servicio militar se han sacrificado —algunos arriesgando sus vidas— para garantizar a otros los mismos derechos de igualdad que esta prohibición pretende negarles”.
Por si faltara algo para el guion de “cómo no redactar una política pública”, la orden ejecutiva de Trump fue emitida apenas una semana después de su regreso al poder. No se basó en nuevos datos, ni en estudios serios, ni siquiera en el capricho de un comité militar. Como lo resumió Reyes con brutal claridad: “Nadie sabe en qué se basó, si es que se basó en algo”.
Mientras tanto, el exasesor presidencial Stephen Miller lamentó en redes sociales que “los jueces de los tribunales de distrito ahora han decidido que están al mando de las Fuerzas Armadas… ¿no hay fin a esta locura?”. Pregunta válida, aunque quizá dirigida al remitente equivocado. A fin de cuentas, en un país donde el Ejército gastó 41 millones de dólares en Viagra solo en 2023 —frente a apenas 5,2 millones en atención de afirmación de género— parece que la preocupación sobre la “preparación militar” tiene más que ver con lo que pasa en los pantalones que con lo que ocurre en el campo de batalla.
Para muchos militares trans, como Nicolas Talbott, esta decisión judicial es un respiro. “Es el trabajo de mis sueños y me aterrorizaba estar a punto de perderlo”, declaró. Para los jueces y activistas que han peleado esta y otras batallas legales desde 2017, es una confirmación de que los derechos no deben ceder ante la ideología. Y para Trump, es apenas otro recordatorio de que su guerra cultural no se libra sin resistencia —ni sin consecuencias jurídicas.
El fallo permanecerá en suspenso hasta el 21 de marzo a las 10:01 a.m., hora en la que, si no hay apelación, entrará en vigor automáticamente. Hasta entonces, la democracia sigue respirando. Y, por fortuna, esta vez sin necesidad de camuflaje.