Desde la tarde del lunes 25 de marzo, el Parque Nacional El Tepozteco, en Morelos, es escenario de un incendio forestal que ha movilizado a más de 200 brigadistas, drones de monitoreo y, posiblemente, helicópteros de apoyo aéreo. Hasta el corte más reciente, se estima que alrededor de 100 hectáreas de bosque pino-encino han sido consumidas por el fuego en la zona de Chicuacemac, un área emblemática dentro del Área Natural Protegida.
La magnitud del siniestro obligó a una respuesta rápida y coordinada entre autoridades de los tres niveles de gobierno, incluyendo a la Conafor, Sedena, Conanp, Protección Civil estatal y municipal, así como voluntarios locales. El Mando Unificado de Incendios Forestales activó un operativo que ha implicado la rehabilitación y apertura de brechas cortafuego, el establecimiento de un centro de comando en una cancha de futbol, y la instalación de centros de acopio para el suministro logístico.
El fuego no ha sido controlado del todo. Hasta el 26 de marzo por la tarde, las cifras oficiales marcaban un 40 % de control y un 30 % de liquidación. El número de brigadistas pasó de 60 en la mañana del martes a más de 228 por la tarde, lo que da cuenta de la gravedad del incendio y del reto que representa contenerlo en un terreno escarpado y de difícil acceso.
La población local, aunque no ha sido evacuada, ha recibido el llamado a no acercarse a la zona si no cuenta con experiencia en combate de incendios. Esto no solo por su seguridad, sino para no entorpecer las labores de los brigadistas. En un contexto donde el turismo suele romantizar el contacto con la naturaleza, esta advertencia recuerda que no todo paisaje es postal, y que la emergencia ecológica exige corresponsabilidad.
Uno de los elementos más llamativos es que, hasta ahora, se desconocen las causas del incendio. Si bien existen sospechas de que pudo haber sido provocado, no hay evidencia concluyente. Este punto no es menor. En una región como Tepoztlán, donde la presión inmobiliaria, el turismo desmedido y la expansión agrícola han generado tensiones históricas sobre el uso del suelo, la ausencia de claridad sobre el origen del fuego deja abierta la puerta a hipótesis no oficiales pero plausibles.
En cuanto a la respuesta institucional, si bien la movilización de recursos y personal ha sido notable, también deja ver las limitaciones estructurales de un país que depende, en muchos casos, de la voluntad y coordinación interinstitucional para reaccionar ante emergencias ambientales. La solicitud de helicópteros, por ejemplo, sigue en trámite, y aunque se prepararon cisternas móviles en previsión, su uso aún no ha sido confirmado. Este desfase entre necesidad y capacidad revela una burocracia que, en situaciones críticas, aún funciona en modo reactivo más que preventivo.
Finalmente, la Conafor ha aprovechado la visibilidad del evento para reforzar su campaña de prevención, llamando a la ciudadanía a evitar prácticas de riesgo como fogatas, tirar basura o colillas encendidas en zonas forestales. Este llamado, aunque pertinente, llega tarde para las 100 hectáreas ya afectadas. La pregunta de fondo no es solo cómo se responde a los incendios, sino cómo se evita que ocurran en primer lugar.
Mientras el humo sigue elevándose sobre El Tepozteco, lo que arde no es solo un ecosistema protegido, sino también la urgencia de replantear nuestra relación con la naturaleza: menos desde la contemplación y más desde la corresponsabilidad. Porque aunque el fuego sea controlado, la vulnerabilidad estructural de nuestras áreas naturales protegidas sigue en llamas.