Plaza Pública
Derechas, dictaduras y derecho a la memoria
El derecho a la memoria histórica es el derecho de las personas a conmemorar y recordar los acontecimientos del pasado que violaron derechos humanos. En sí mismo, es o debería ser un derecho fundamental. También se refiere a la posibilidad de expresar y realizar prácticas de memoria sin censura por parte de las autoridades o los medios de información. Así lo ha considerado hasta ahora, por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en varias de sus relatorías y sentencias. Importa comentarlo porque las izquierdas en los gobiernos de algunos países de nuestra región se juegan la sobrevivencia de sus proyectos políticos en la lucha cotidiana por la narrativa pública. Las derechas reaccionarias lo saben muy bien, y por eso venimos observando en los pasados años en diversas regiones y países del llamado “occidente colectivo”, una creciente tendencia a la reinterpretación del pasado golpista, las dictaduras, los golpes militares y las asonadas del siglo pasado, empezando por la atroz dictadura que surgió de la guerra civil española como preludio de los regímenes nazi-fascistas en Europa, hasta llegar a las cruentas dictaduras militares expertas en desaparecer personas del cono sur americano. Así que vale preguntarnos: ¿Por qué para estas derechas reaccionarias es importante reescribir la historia? De entrada, porque la condena firme de los crímenes de lesa humanidad cometidos por todos esos regímenes hacía o hace parte del consenso democrático existente hasta ahora. De manera que requieren negar o matizar las desapariciones forzadas, los vuelos de la muerte, el secuestro y robo de mujeres y niños, o los miles de represaliados aún en fosas clandestinas, para desmontar las frágiles bases democráticas de estados-nación a uno y otro lado del Atlántico, con democracias demasiado olvidadizas y endebles. Baste ver la actual deriva autoritaria de muchos países que creíamos que eran “democracias plenas”. Así que una vez desmontadas dichas bases del consenso democrático (tenemos cerca, al norte, ejemplos concretos muy preocupantes), se presentan historias alternativas y narraciones falsas bajo relatos mentirosos que predican que todo lo que sabemos del pasado son cuentos interesados de las fuerzas del mal, ahora llamadas “woke” a falta de sustancia real. Por eso se reivindica a Franco, a Batista, a Trujillo, a Pinochet o a Videla abiertamente. Algo que, bajo el consenso democrático previo, resultaba imposible de pensar. Cabe destacar el hecho de que las dictaduras del siglo XX fueron casi sin excepción, de una derecha reaccionaria y feroz, así que por eso es lógico que se pueda intentar que esos dictadores y genocidas “no sean tan malos” como se decía antes. Al contrario, en esta narrativa fueron “hombres de estado” y “patriotas” al estilo de Díaz o Huerta en México, que tuvieron que matar a miles porque de lo contrario ganaban los “rojos”, “los comunistas” o “los pelados”: “los malos”. De ahí el acento en presentar a los golpes de estado o a las guerras civiles como una supuesta “violencia de ambas partes”, donde la parte golpista queda desagraviada porque actuaba en nombre del bien (los dictadores), mientras que la otra (el gobierno democrático), era la encarnación más lograda de la amenaza comunista y totalitaria (los sectores progresistas, obreros, campesinos, estudiantes, sindicatos, burócratas, pequeños empresarios e incluso algunos militares demócratas que fueron masacrados impunemente antes o después de los golpes de estado). Lo cierto es que estos relatos, aberrantes desde la ética o la moral más elementales, carecen del mínimo sustento legal, histórico o político, dado que no se puede hablar de “dos bandos” en tratándose de uno de ellos claramente sublevado, traidor y golpista. O bien del poder de un estado totalitario y de los grupos subversivos que actuaban clandestinamente, porque nunca hubo equivalencia de fuerza o capacidades militares o represivas.
Además, como se narra hechos que parecen muy lejanos en el tiempo, se pretende así que son historias que ya a nadie interesan porque no permiten cerrar las heridas sociales y mirar al futuro. Por eso la historia puede ser reconvertida e interpretada a la luz de las nuevas formas de debate y construcción de identidades colectivas, como las potentes redes socio-digitales concentradas bajo el poder -sin contrapeso- de tres o cuatro plutócratas. Y porque ya en 2025 las personas que sufrieron y padecieron aquellas dictaduras fueron asesinadas, o bien son muy viejas o ya murieron. Frente a las y los jóvenes, que en muchos casos carecen de formación histórica y política y de herramientas de pensamiento crítico, que no tienen vínculos directos con ese pasado oscuro, se puede desvirtuar la historia política para presentarla de otra manera, porque para al final política o la historia son ideología desde esa perspectiva que aliena. Por eso el atroz significado de esas dictaduras se ha banalizado (diría Arendt). Así, para las actuales subjetividades manipuladas desde y por las redes sociales, pueden ser justo lo contrario de lo que en realidad fueron. Y es por eso hoy se puede decir impunemente que el payaso Milei es un demócrata, que “Franco no era tan malo”, que Pinochet “era un patriota”, o bien que el ucraniano Zelenski es un estadista y no comediante, pero también que el sirio Al Golani es un revolucionario moderado y no un terrorista yihadista en busca y captura internacional hasta hace cuatro meses. Así también se puede sostener sin pudor que el régimen sionista y genocida es “la única democracia de oriente medio” que libra una lucha por la humanidad y contra la tiranía asesinando mujeres y niños indefensos. Resulta entonces cómodo, barato y fácil reescribir la historia porque ya no hay marcos comunes ni consensos democráticos (si es que alguna vez los hubo); de manera que la frontera entre lo cierto y lo falso se desvanece a golpe de “tuitazo” de los señores tecno feudales y sus ubicuos patrocinadores.
Las derechas de inspiración neofascista precisan para sus proyectos de poder convertir toda experiencia política en una cuestión de emociones. Así, reescribiendo la historia de las dictaduras crean una causa que emociona y moviliza. Porque si todo lo que nos han contado del pasado es un “relato” y en consecuencia resulta que hemos estado manipulados durante años por gobiernos e instituciones, hay razones de sobra para negar la historia y condenarnos socialmente a repetirla en favor de sus intereses. Después de todo, es una causa movilizadora y emocionante decir que nuestros sátrapas y dictadores no fueron tan malos, que había “dos bandos”, que los militares españoles sublevados o sus colegas sudamericanos hacían el bien y que nos salvaron a tiempo del atroz comunismo totalitario. Son los mismos que acá querían salvarnos del “mesías tropical” y otras zarandajas. Sin embargo, los pueblos tenemos el derecho a recordar y a buscar a los más de quinientos niños y niñas robados, vendidos o regalados, o bien a los 30 mil desaparecidos por la dictadura militar argentina. También a los cientos de miles de asesinados que aún permanecen en las cunetas españolas desde la guerra civil; como a los 3,200 asesinados y 1,400 desaparecidos (oficiales) de la dictadura chilena, solo por citar tres ejemplos de un amplio repertorio de la historia de la infamia. Solo la memoria histórica podrá, quizá, salvarnos de la no repetición de la atrocidad de un pasado-presente.
El autor es jurista, investigador nacional (SNII).
@efpasillas