El fútbol, ese juego que nos hace gritar, llorar y maldecir en 90 minutos, no siempre tuvo reglas tan civilizadas. Hubo un tiempo en que los árbitros eran más bien predicadores en un salón del Viejo Oeste, intentando poner orden sin más herramientas que su voz y un silbato.
Todo cambió hace poco más de medio siglo, cuando un semáforo inspiró una revolución: las tarjetas amarillas y rojas.
El fútbol antes de las tarjetas: Un campo sin ley
Imagina un partido en los años 50 o 60. Un defensa le mete un codazo a un delantero, el árbitro grita, los jugadores discuten, y el público no tiene idea de qué pasa. Las faltas existían, claro, pero sancionarlas era un lío. Los árbitros usaban advertencias verbales o expulsiones directas, pero no había consistencia. ¿Cómo saber si un jugador estaba al borde del castigo o si ya se había pasado de la raya? Los idiomas también eran un problema: en torneos internacionales, un árbitro inglés podía gritarle: “¡foul!” a un italiano que no entendía ni papa, y el juego seguía en un caos glorioso.
La FIFA sabía que necesitaba un sistema universal, algo visual y claro como el agua. Pero la chispa no vino de un genio del fútbol, sino de un accidente cotidiano en las calles de Londres.
Un semáforo en la cabeza: El nacimiento de las tarjetas
Corría 1966, el año del Mundial en Inglaterra, y Ken Aston, un ex árbitro y miembro del Comité de Arbitraje de la FIFA, estaba atrapado en un embotellamiento. Mientras miraba los semáforos cambiar de verde a ámbar y luego a rojo, tuvo una epifanía: ¿y si el fútbol tuviera algo así? Amarillo para “cuidado, estás en la cuerda floja” y rojo para “hasta aquí llegaste”. Simple, brillante y, sobre todo, universal. No importaba si eras de México, Japón o Alemania; todos entendían el lenguaje del semáforo.
Aston no era un improvisado. Había arbitrado la infame “Batalla de Santiago” en el Mundial de 1962 entre Chile e Italia, un partido tan violento que parecía más una pelea de bar que fútbol. Esa experiencia lo marcó: sabía que el deporte necesitaba un freno visual para domar a los gladiadores del césped. Su idea fue tan buena que la FIFA la adoptó oficialmente en 1970, lista para debutar en el Mundial de México.
México 70: El estreno en technicolor
El 31 de mayo de 1970, en el Estadio Azteca, las tarjetas hicieron su gran entrada. El partido inaugural entre México y la Unión Soviética pasó a la historia no por goles espectaculares, sino porque el árbitro alemán, Kurt Tschenscher, sacó la primera tarjeta amarilla oficial del fútbol. El receptor fue el soviético Evgeny Lovchev, un defensa que probablemente no imaginó que su falta lo inmortalizaría. No hubo rojas ese día, pero el sistema ya estaba en marcha.
Curiosamente, las tarjetas no explotaron de inmediato. En todo el torneo solo se mostraron 27 amarillas y ninguna roja, un reflejo de que los árbitros aún estaban probando el invento. Pero el mensaje estaba claro: el fútbol entraba en una era de orden, y las tarjetas eran las nuevas estrellas del show.
El arte del drama: Rojas icónicas y récords absurdos
Con el tiempo, las tarjetas se convirtieron en más que un castigo; eran teatro puro.
Quién no recuerda la roja a Zinedine Zidane en la final del Mundial 2006 por ese cabezazo a Materazzi, o la expulsión de David Beckham en 1998 contra Argentina, que lo convirtió en villano nacional inglés. Las tarjetas rojas son el clímax de cualquier partido, un giro que puede cambiarlo todo en segundos.
Y luego están los récords locos. En 1993, en Argentina, un partido entre Sportivo Ameliano y General Caballero terminó con 20 tarjetas rojas tras una bronca monumental. Más absurdo aún: en 2006, el árbitro inglés Graham Poll sacó tres amarillas al mismo jugador, Josip Šimunić, antes de expulsarlo en un Croacia vs. Australia del Mundial. ¿La excusa de Poll?: “Me confundí con los nombres”. El fútbol, señores, también es comedia.
El impacto eterno: ¿Más disciplina o más polémica?
Hoy, las tarjetas son tan parte del fútbol como el balón mismo. Según estadísticas de la FIFA, en el Mundial de 2018 se mostraron 219 amarillas y 4 rojas en 64 partidos, un promedio de 3.5 amonestaciones por juego. Pero no todo es color de rosa: el VAR ha puesto el sistema bajo lupa, y las polémicas sobre “¿era roja o no?” son el pan de cada día. Algunos dicen que las tarjetas han limpiado el juego; otros, que solo han añadido más drama y menos espontaneidad.
Lo cierto es que Ken Aston, quien murió en 2001, dejó un legado imborrable. Su idea, nacida en un semáforo londinense, le dio al fútbol un lenguaje global y un toque de justicia poética. Amarilla para advertir, roja para sentenciar. Así, entre silbatazos y protestas, las tarjetas han convertido cada partido en una historia de héroes, villanos y ese momento en que el cartón decide el destino.