Mientras el mundo avanza (aunque a paso lento) hacia una mayor inclusión, Kentucky decidió hacer marcha atrás, pero no con freno de mano, sino con todo el impulso que da una legislatura controlada por el Partido Republicano. En una jugada calculada y a contrarreloj, el Congreso estatal aprobó, la noche del viernes 14 de marzo, una ley que protege la práctica ampliamente desacreditada de las terapias de conversión para jóvenes LGBTQ+, al tiempo que prohíbe el uso de fondos públicos para atención médica de afirmación de género a personas trans, incluyendo a quienes se encuentran en prisión.
Nada como legislar contra una minoría vulnerable minutos antes de que cierre el plazo legal para aprobar iniciativas con capacidad de eludir un veto gubernamental. Porque sí, ese era el objetivo: blindarse ante el rechazo anticipado del gobernador demócrata Andy Beshear, quien ya había prohibido el uso de fondos públicos para las terapias de conversión a través de una orden ejecutiva en 2024. El Congreso, con su nueva ley, revocó esa protección sin pestañear.
¿Y qué se protege exactamente? Una práctica que no solo carece de base científica, sino que ha sido condenada por todas las principales asociaciones médicas y psicológicas. La “terapia de conversión”, ese eufemismo para el adoctrinamiento psicológico disfrazado de ayuda, busca forzar a personas LGBTQ+ a “corregir” su identidad o su orientación, como si se tratara de un error de software. El gobernador lo dijo sin rodeos: “Es equivalente a la tortura. Aumenta significativamente el riesgo de suicidio entre nuestros jóvenes LGBTQ+”.
Pero para el legislador republicano David Hale, artífice de la propuesta, todo esto no es más que una noble defensa de la libertad de elección. Según él, las familias deben poder acceder al “tipo de salud mental que consideren”, lo cual, traducido, significa permitir que niños y adolescentes sean sometidos a prácticas que los organismos médicos califican de peligrosas y dañinas. Libertad, al parecer, para ser mutilados emocionalmente.
Y mientras las cámaras legislativas celebraban su victoria contra los derechos civiles, el silencio de sus promotores fue casi tan estruendoso como el daño que causan: ninguno consideró necesario justificar su voto en pleno. Total, tenían los números. ¿Para qué explicar cuando el poder hace innecesarias las razones?
Pero el proyecto de ley no se quedó ahí. Incluyó también una ofensiva contra las personas trans privadas de la libertad, negándoles el acceso a tratamientos médicos de afirmación de género. Todo en nombre de la austeridad. Según David Walls, de la ultraconservadora Family Foundation, “es indignante” que se usen impuestos para pagar transiciones de género, sobre todo si los beneficiarios son personas que “han dañado a la sociedad”. Curiosa forma de hablar de dignidad humana y derechos básicos.
Desde la otra orilla, el activismo no tardó en reaccionar. Chris Hartman, de la Fairness Campaign, denunció que este es uno de los proyectos de ley más vergonzosos en la historia del estado. Lisa Willner, representante demócrata, fue tajante: estas prácticas “promueven el suicidio”.
Y aunque la indignación ha sido inmediata, la batalla está lejos de terminar. La Corte Suprema de Estados Unidos se prepara para revisar el caso de Colorado, donde se prohibió la terapia de conversión. El resultado podría tener efectos nacionales. Mientras tanto, Kentucky ya se anotó un lamentable lugar en el mapa de la regresión de derechos.
El gobernador Beshear, quien muchos ven como posible candidato presidencial en 2028, ha hecho de su fe una bandera de inclusión: “Mi fe me enseña que todos los niños son hijos de Dios”, afirmó, al explicar por qué decidió vetar “el proyecto anti-LGBTQ+ más desagradable” en su año electoral. Pero su fe no parece compatible con la de los legisladores republicanos, que esta semana decidieron sacrificar la salud mental y física de una comunidad entera para asegurar su cuota de poder y control moral.
