Jair Bolsonaro, expresidente de Brasil, ha sido formalmente acusado y enfrentará juicio por su presunto involucramiento en un complot para desconocer los resultados de las elecciones de 2022, en las que fue derrotado por Luiz Inácio Lula da Silva. Lo que está en juego no es solo su futuro político, sino también la solidez del Estado democrático brasileño.
El Supremo Tribunal Federal (STF) decidió por unanimidad abrir el proceso penal, avalando los argumentos de la Fiscalía General, que acusa a Bolsonaro y a su círculo cercano de intentar anular los resultados electorales, conspirar para instaurar un estado de excepción y, según la investigación, planear incluso el asesinato del presidente electo y del juez Alexandre de Moraes.
Para la Fiscalía, lo ocurrido no fue un simple arrebato de ultraderechismo emocional, sino una operación estratégica que arrancó en 2021, con campañas de desprestigio al sistema de votación electrónica, y culminó en los ataques del 8 de enero de 2023 a las sedes de los tres poderes en Brasilia. El informe final, de 884 páginas, sostiene que Bolsonaro conocía, dirigía y aprobaba cada fase del plan.
El juez De Moraes, principal figura en el proceso y blanco también de las amenazas descubiertas, ha sido objeto de críticas por parte del bolsonarismo, que lo acusa de actuar como juez y parte. Bolsonaro, por su parte, ha denunciado que el juicio es una maniobra política para impedirle volver a competir en 2026, aunque ya se encuentra inhabilitado hasta 2030 por decisión del tribunal electoral. “El árbitro pita en contra incluso antes de que comience el partido”, dijo en redes sociales, en una comparación futbolera que minimiza la gravedad de las acusaciones.
El expresidente se ha presentado como víctima de una “venganza judicial”, asegurando que el proceso avanza con una velocidad inusitada y que la justicia brasileña actúa con motivaciones políticas. Según sus palabras, “quieren impedir que llegue libre a las elecciones porque saben que nadie puede vencerme en una disputa justa”. Su defensa también ha insistido en que, si bien existió un plan golpista, no hay pruebas que vinculen directamente a Bolsonaro con su ejecución.
La historia reciente no juega a su favor. El intento de desacreditar el sistema electoral, las reuniones con diplomáticos para advertir sobre un supuesto fraude sin pruebas, y la incitación a protestas frente a cuarteles militares son elementos que, más allá de lo penal, delinean una clara estrategia de erosión institucional.
En este punto, la narrativa del lawfare —acusaciones judiciales con fines políticos— se enfrenta a un expediente cargado de declaraciones, videos, documentos y confesiones. A diferencia de los fantasmas judiciales en otros contextos latinoamericanos, aquí hay indicios sólidos de una conspiración real.
El juicio contra Bolsonaro no sólo definirá el destino personal del exmandatario, sino que servirá como termómetro de la capacidad de las democracias para responder ante amenazas internas sin caer en vendettas. Entre la ironía de la persecución autoproclamada y la contundencia de las pruebas, el caso es también un espejo de la fragilidad democrática en tiempos de polarización y desinformación global.
Y mientras Bolsonaro insiste en su inocencia y busca apoyos internacionales —incluyendo al expresidente Trump y sus aliados—, Brasil asiste a una prueba histórica: la de juzgar a uno de sus líderes más polémicos, no por su ideología, sino por sus actos.