Sin duda la soberanía alimentaria forma parte del catálogo de los derechos fundamentales de todas las personas, reconocidos por el Estado mexicano en la CPEUM (Artículo 4º, tercer párrafo: “Toda persona tiene derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad”). El tema es crítico para un país como el nuestro por varias y numerosas razones importantes, pero valga apuntar por ahora para una ulterior discusión de fondo, que México no accederá plenamente a dicha soberanía alimentaria mientras siga anclado al fundamentalismo del libre mercado y a las reglas del “libre comercio” impuestas por sus gananciosos “socios comerciales”.
A la soberanía alimentaria se la define (Vía Campesina. 1996. Roma: https://viacampesina.org/es/) como “el derecho de los pueblos y las naciones a definir sus propias políticas agrícolas y alimentarias, priorizando la producción local y el acceso a alimentos saludables y culturalmente apropiados”. Dicho enfoque busca fortalecer las capacidades de las comunidades para controlar su propio sistema alimentario y no depender de las importaciones y de la agroindustria, que se considera en general insostenible y perjudicial para el medio ambiente y la salud animal (humana en lugar principal). Así, el llamado libre comercio ha producido en el mundo y en México la destrucción del campo y del campesinado tradicional, la transformación de los mercados en un “régimen alimentario mundial” y el acaparamiento de los mercados internacionales por un puñado de multinacionales de la biotecnología. Bayer (alemana) por ejemplo, dueña de la infausta Monsanto, que controla el 24% del mercado de semillas. Corteva (EUA), fusionada con Dow y Dupont, acapara el 16%. Chem (China, que compró Syngenta), el 8%, que con FMC y BASF conforman lo que en economía política se denomina un oligopolio internacional.
De acuerdo con la ONG internacional Oxfam: “el 1 por ciento más rico [del planeta] posee más riqueza que el 95 por ciento de la población mundial en conjunto. […] La influencia de los milmillonarios sobre la economía se ha disparado: más de un tercio de las 50 mayores empresas del mundo tienen a un milmillonario como director ejecutivo o accionista principal. La capitalización bursátil total de estas empresas asciende a 13.3 billones de dólares”. Así, en su informe “Multilateralismo en una era de oligarquía global” (23 de septiembre de 2024, https://shorturl.at/lEwe7). Oxfam advierte que: “los esfuerzos globales para responder a los mayores desafíos del planeta, como la crisis climática o los niveles persistentes de pobreza y desigualdad, están siendo amenazados por la concentración de poder en manos de los ultrarricos y las megaempresas. Esta hiper concentración de poder y riqueza alimenta la desigualdad tanto dentro de los países como entre ellos. De hecho, a pesar de representar el 79 por ciento de la población mundial, los países del Sur global sólo cuentan con el 31 por ciento de la riqueza global”.
En este contexto, la lucha por imponer la siembra, cultivo, cosecha, comercialización y consumo del maíz transgénico es la parte más evidente en México del avance del oligopolio transnacional de las semillas y los agroquímicos, un modelo neoliberal por antonomasia, que destruye la soberanía alimentaria y a los pequeños productores nacionales porque constituye la privatización “de facto” de los bienes naturales y de los saberes ancestrales de pueblos y comunidades indígenas y campesinos mediante la privatización de las semillas y cultivos que alimentan a la humanidad. Este poder económico y político de las multinacionales acapara mercados, concentra y produce desigualdad económica, impone y cambia las reglas a conveniencia -si es que las hay-, y socava los derechos de los campesinos, comunidades y trabajadores, donde el control del oligopolio no solo abarca la agroindustria en general, sino también al mercado de alimentos. Por lo demás, sabemos que la biotecnología asociada a la manipulación genética de organismos para desarrollar bienes de mercado, productos o mercancías que produce semillas modificadas genéticamente (es el caso del maíz transgénico y de muchos otros cultivos), acompaña su “kit” de semillas transgénicas con potentes químicos agrotóxicos que los mismos oligopolios fabrican (el malhadado glifosato, por ejemplo). La ideología del libre mercado neoliberal justifica el cambio agroalimentario con un discurso falaz, basado en un marketing cuya narración y marco se refieren a la lucha contra el hambre y la desnutrición, de manera que nadie cuestione que hay que producir más alimentos para los millones que en el mundo padecen pobreza, desnutrición y exclusión social, donde supuestamente las bondades maravillosas de la ingeniería genética y las nuevas tecnologías de patente producirán el milagro mundial alimentario. Pero ese discurso dominante omite reconocer que desde mediados del siglo anterior se producen suficientes alimentos para cubrir las necesidades humanas sin que existiera aún la biotecnología de patente y que uno de los mayores problemas para alimentar a la humanidad no es la falta de alimentos, sino un mercado mundial distorsionado por el desperdicio masivo, sobre todo en las sociedades ricas del norte global (FAO, 2024). De modo que, si por ejemplo en 2024 había casi mil millones de personas con déficit alimentario y hambre, ello no se debía al aumento poblacional y a su relación con la producción, sino al mercado y al desperdicio. En este contexto, el Estado mexicano (colonizado por tecnócratas) se sumó al menos desde 1994 tan entusiasta como sumisa y acríticamente al régimen del mercado mundial de alimentos donde las multinacionales y los estados ricos invaden y acaparan los mercados, destruyendo la vida comunal y al campesinado local -que pierde su fuente de sustento, abandona la tierra y migra- o bien se hace dependiente del consumo externo de alimentos y semillas (por eso era tan importante para la tecnocracia neoliberal destruir el régimen ejidal y reformar el artículo 27 constitucional, amén de otros). Así, es la llamada “mano invisible” del mercado la que impide el acceso mayoritario de la población a alimentos sanos y suficientes y no la fatalidad tercermundista.
¿Por qué y para qué se necesita entonces aumentar la producción de cereales como el maíz transgénico en todo el mundo? Ocurre que su cultivo se relaciona directamente con la industria cárnica, siendo mucho menor el número de millones de hectáreas dedicadas a su siembra para el consumo humano, que las dedicadas al forraje animal (en torno al doble en números gruesos). Y recientemente, también para producir el llamado biocombustible, que requiere millones de hectáreas de cultivo de maíz en el mundo. Es decir que se consumen ingentes recursos naturales (tierra, agua, bosques), humanos y energéticos para alimentar la industria de la carne y del combustible automotriz. Se desprende de lo expuesto que el mercado y sus corporaciones multinacionales han producido un engendro irracional, que de seguir por donde va, destruirá más tarde o más temprano los elementos naturales que sustentan la vida. Así, por ejemplo, entre más se eleva la producción de carne más hectáreas de tierra se necesitan para cultivos de forraje. Por tanto, crece el consumo de agua y la deforestación de bosques y selvas; donde a mayor deforestación, mayor pérdida de biodiversidad. Claramente, aumentar al infinito la producción de forrajes o biocombustibles es insostenible. ¿Se adivina qué país es el mayor consumidor de carne del mundo, mismo que casualmente es también el principal productor y vendedor de semillas y en especial, de maíz transgénico? En síntesis, en el libre mercado de tiempos antropógenos, las multinacionales controlan y capturan mercados y estados-nación para definir e imponer las reglas mundiales de comercio que expandan al infinito la acumulación del capital; su control oligopólico y la justificación técnica, científica y “humanitaria”, donde la producción de forrajes, combustibles o de otros muchos productos transgénicos (mercancías), es completamente insostenible en el medio ambiente natural. De ahí que la defensa a ultranza del libre mercado como dogma inamovible es tan funcional al discurso de las derechas políticas más reaccionarias en los países ricos. Aunque no solo en ellos, como observamos también al sur, en el lamentable caso de Argentina con la soja transgénica.
La buena noticia es que existe ya un potente movimiento internacional, campesino, ciudadano y popular contra el poder absoluto de las grandes corporaciones (Vía Campesina, Oxfam, Sin Maíz No Hay País, EZLN, El Tribunal por los Derechos de la Tierra, y tantos y tantos otros). El movimiento propone sensatamente que las semillas son y deben ser un bien común de la humanidad y así deben ser protegidas de las patentes y del rapaz mercantilismo neoliberal, porque están históricamente ligadas a las culturas ancestrales. Es el caso del territorio que hoy es México. Así, la defensa de los maíces nativos y de todas las semillas naturales que conforman la biodiversidad, será crucial para defender nuestro derecho fundamental al medio ambiente sano, a la vida y a la salud.
COLA. El gobierno de España (sería muy exagerado llamarlo socialista) celebra por estos días “la llegada de la democracia” al cumplirse 50 años de la muerte (en su cama y sin ser juzgado ni condenado por sus crímenes de lesa humanidad) del general traidor, golpista y genocida convertido en dictador. Con visible amnesia, se olvida dicho gobierno que ya a principios de los treinta del siglo pasado hubo elecciones libres y democráticas que originaron la Segunda República Española (1931-1939) y con ella un conjunto de importantes reformas sociales que fueron luego destruidas por el régimen fascista. También se olvida al citado gobierno que el franquismo es algo que va mucho más allá del difunto dictador; y que fue (y es) un régimen político sólidamente implantado con la complicidad de las élites de derecha; que llega hasta nuestros días mediante una corrupción sistémica y unos pactos de impunidad muy presentes en todas las esferas de la vida pública, empezando por la propia monarquía.
El autor es jurista. Investigador Nacional-SNII.
@efpasillas