La Columna J
¿Por qué sabemos lo que sabemos?
“Solo sé que no sé nada”: Sócrates.
Estimado lector de este reconocido medio LJA.MX, con el gusto de saludarle como cada semana, quiero aprovechar para tomar estas líneas como un resumen y una síntesis de lo que ha sido mi primera materia en el doctorado en filosofía, me refiero a la asignatura de “Epistemología”. No cabe duda de que es una temática densa, profunda y profusa. Del mismo modo, le agradezco en demasía su tiempo y atención para dar lectura a la columna, justo hace tres semanas referíamos de la fugacidad del tiempo y mire, ya se fue el primer mes del año.
El ser humano vive en el letargo existencial de pensar que sabe, y a ese planteamiento se le puede vincular con los meta discursos sociales en donde poco a poco impera la distancia del pensamiento crítico con las circunstancias que se presentan día a día. En lo que, sin duda alguna, es que para los que tienen un ligero destello de conciencia la epistemología resulta ser una gran aliada para dar claridad y objetividad a todos aquellos problemas planteados por la ciencia, evidentemente con el respectivo origen lógico y la correspondencia al valor que implica de manera directa.
Sin duda alguna, la naturaleza del conocimiento estriba en la relación entre la realidad y la verdad, en la respectiva semántica asimilativa que las personas pudieran tener sobre ambas definiciones, acudiendo a lo que planteaba Wittgenstein sobre la posibilidad de entender al mundo en proporción al lenguaje.
Considero que la temporalidad y el ajuste en la línea del tiempo de cada civilización son determinantes ante su modo de tratar de entender al mundo, tanto en Grecia como en India, la filosofía, la religión, la política y la magia estaban estrechamente ligadas, en la actualidad siguen teniendo mucha cercanía; no obstante, tienen distintas validaciones y acreditaciones. Pues no hemos logrado salir de las verdades relativas.
Tanto Locke, Hume, Berkeley, Leibiniz y sobre todo Kant, tienen la posibilidad de construir argumentos, retórica, discursos muy bien diseñados sobre los métodos que tenemos para llegar al conocimiento, independientemente de lo que esto signifique. Entonces, ¿por qué sabemos lo que sabemos? ¿Por un dogma social, por un alcance limitativo, o por el sesgo de lo que creo que creo?
Preguntas difíciles que en la percepción general no sirven de nada, es decir, se prefiere voltear a otro lado en lugar de abrazar la incertidumbre introspectiva que nos plantea el dudar, no como escépticos, no como críticos, mucho menos como dogmáticos, sino simple y sencillamente como seres con la capacidad de razonamiento.
Desde Berkeley y Hume hasta Russell y Wittgenstein, el avance de la epistemología refleja una lucha constante por comprender cómo la mente interactúa con la realidad. La metáfora de la mente como un teatro introduce la idea de que nuestras percepciones son mediadas y limitadas, mientras que la revolución copernicana de Kant establece que compartimos estructuras cognitivas que nos permiten interpretar el mundo de manera coherente. La filosofía analítica, a su vez, traslada este debate al análisis del lenguaje, mostrando cómo nuestra interacción con la realidad está condicionada por las reglas sociales y contextuales.
Desde mi experiencia personal, encuentro que el empirismo ofrece una base sólida para entender cómo aprendemos y nos relacionamos con el mundo. Sin embargo, también plantea un dilema fundamental: ¿pueden los sentidos proporcionarnos un acceso completo y fiable a la realidad? Si bien percibimos el mundo a través de los sentidos, estas percepciones están sujetas a limitaciones e interpretaciones. Nuestros sentidos no siempre son infalibles, y lo que consideramos “real” puede estar distorsionado por prejuicios, contextos culturales o incluso ilusiones ópticas.
Además, el empirismo deja abierta la pregunta de si existen dimensiones de la realidad que trascienden la experiencia sensorial. ¿Qué hay de las emociones, las intuiciones o incluso los conceptos abstractos que no podemos “ver” ni “tocar”? En mi caso, he encontrado que experimentar algo directamente me permite comprenderlo mejor, pero no siempre me asegura una visión completa. Por ejemplo, puedo ver una puesta de sol y maravillarme por su belleza, pero comprender los procesos físicos que la causan requiere un nivel de abstracción que va más allá de lo sensorial.
En este camino, la epistemología no solo busca responder qué podemos conocer, sino también cómo construimos juntos el significado de nuestra existencia en un mundo compartido, pero probablemente eso ya lo sabían los griegos. Los seres humanos nos hemos equivocado al pensar que nosotros somos el centro del universo, el punto de encuentro con la realidad y el modo de ver y entender todo aquello que percibimos que nos rodea. Freud lo expresó con elevada retórica, “No somos el centro del universo, no somos el centro de la evolución, no somos ni el centro de nosotros mismos” y para complementar la frase, añado las palabras de Carl Sagan: “El universo no fue hecho a la medida del ser humano, tampoco le debe nada. Es indiferente a nuestras esperanzas y sueños”.
Y es que es evidente la insignificancia del saber del ser humano frente a la inmensidad del cosmos y la falta de un propósito inherente más allá del que nosotros decidamos otorgarle desde nuestra ignorancia.
Creo que nuestra búsqueda de conocimiento nunca será completa. Sin embargo, esta incertidumbre no es un defecto, sino una invitación constante a explorar, reflexionar y aprender. Al aceptar que tanto la teoría como la práctica tienen su lugar en nuestra comprensión del mundo, podemos abrazar el misterio de la existencia con humildad y curiosidad, sabiendo que el acto de aprender es, en sí mismo, una forma de acercarnos a la verdad.
¿Por qué sabemos lo que sabemos? Sinceramente no lo sé, pero me pareció simpática la frase para el título de este texto. No lo sé y probablemente nunca lo sabré.
In silentio mei verba.