Cuentos de la colonia surrealista
La muerte de Tulio Valdés
A Tulio Valdés lo mataron en el año de 1988, al borde de La cuesta de Los Ruelas, en Calvillito, casi llegando a la bifurcación que lleva al barrio de La Escuela.
Le metieron dos machetazos en la mollera, tan bien dados, que ni tiempo le dieron al pobre de defenderse. Probablemente, rumorearon los vecinos, por algún asunto de faldas. No era extraño en esas épocas que ese tipo de líos enemistara a los hombres del Ejido, ni era extraño, tampoco, que por esos y otros asuntos las cosas se resolvieran así, entre las milpas y matorrales, a machetazo limpio. Era la ley del monte y, como tal, era respetada por todos sus habitantes -incluidos el cura y el comisario-, y no pocos tenían una historia que contar sobre algún pariente cercano que había muerto de aquel modo en aquellas lomas, o que se había salvado por los pelos y se había exiliado a alguno de los otros barrios del ejido, o más lejos, al Llano o, incluso, hacia el otro lado, a Aguascalientes.
Por aquel entonces Tulio contaba con apenas 16 años y ya se había comprometido con la huesuda. Dos hombres, presumiblemente hermanos de la chica en cuestión, lo esperaban amagados detrás de sendos huizaches y, tras un silbido, señal del que lo vio primero, arremetieron contra él y lo dejaron muerto, lo que se dice muerto, una madrugada en que Tulio buscaba huir hacia la ciudad capital.
Lo curioso del caso no fue esto; como se ha dicho, era una vivencia corriente por aquellos años, y cada dos o tres meses no era raro que unos alcoholes de más, un ego herido o un apellido mancillado diera lugar a tan funestos desenlaces.
No. Lo curioso del caso de Tulio Valdés fue que, quizás por la incapacidad de darse cuenta de lo que ocurría, o por el trauma vivido -algunos psicoanalistas dicen que, ante vivencias sumamente traumáticas, el inconsciente bloquea el registro y recuerdo de dicha vivencia a manera de defensa y el individuo no puede saber qué es lo que pasó, o tan siquiera saber que ocurrió algo- el occiso no se dio cuenta de su condición de muerto, sino hasta muchos años después.
No es que haya quedado malherido o que su cuerpo no haya sido encontrado al día siguiente por doña Josefa, su madre -quien le derramó unas silenciosas pero sentidas lágrimas antes de dar parte de su hallazgo al cura-. Lo encontraron, le lloraron y lo velaron en la pequeña Iglesia al centro del ejido y, tras los rigurosos tañidos y días de luto, la vida siguió su curso para todos los habitantes. De lo que se trata es que, pese a todo lo descrito, Tulio nunca fue consciente de su muerte, velorio y entierro y, creyendo que la había librado, continuó su viaje hacia Aguascalientes y, una vez ahí, con el dinero que se había llevado -los perpetradores del crimen podrían ser asesinos, sí, pero no ladrones-, comenzó (si la expresión lo permite) una nueva vida que rápidamente dejaría su pasado ejidal atrás y daría lugar a la de un próspero carpintero que arreglaba (y elaboraba) pintorescos muebles en una colonia cercana al centro de la ciudad.
Así vivió Tulio durante mucho tiempo. Al cabo se casó con una chica de Zapotlanejo, Jalisco, a donde terminaron mudándose y, pasados unos años, tuvieron un par de hijos: Alondra y José Guadalupe, que crecían sanos y fuertes, y que día tras día constituían el orgullo de Tulio.
Fue hacia fines del 2015 cuando todo terminó. Por algún motivo, la maestra de José Guadalupe había dejado de tarea que cada estudiante elaborara su árbol genealógico y que lo acompañara de una breve biografía de los padres. Los padres, que siempre se habían mostrado solícitos para ayudar a sus hijos, no tuvieron reparo en contarles de manera breve su historia; pero cuando Tulio lo estaba haciendo, por mucho que lo intentó, no pudo recordar qué había pasado en su vida antes de llegar a Aguascalientes. Lo único que sabía -y esto solo porque su identificación y acta de nacimiento así lo confirmaban- era que había nacido en Calvillito, en el barrio de Los Valdés.
Entrados ya de lleno en la era digital, José Guadalupe, fascinado por la historia de mamá e intrigado por la de papá, decidió buscar e indagar en la red por cuenta propia, siguiendo el rastro de su progenitor. Grande fue la sorpresa al encontrarse una esquela fechada en mayo de 1998, respaldada por los archivos del Registro Civil, que daban fe de la defunción y con lo que José Guadalupe se enteró que su padre llevaba poco más de 25 años muerto.
Ese mismo día, a través de la pantalla del celular con el que José Guadalupe les transmitía la imagen y la noticia, se enteraron su hermana, su madre y el mismísimo Tulio, quien, tras ver la foto borrosa que arrojaba el periódico digitalizado, pudo reconocerse a sí mismo tendido junto a unos matorrales, con dos machetes encajados en el cráneo, desangrado y sin aliento, ajeno por completo a la vida.
En ese momento, las imágenes acudieron de golpe a la mente de Tulio y pudo recordar todo lo que había pasado aquella funesta noche: la huida de casa de Paulina Ruelas, la escala en la casa de sus padres para tomar sus ahorros que había conseguido como albañil, las lágrimas de su madre, el mutismo de su padre, el descenso por la Cuesta de Los Ruelas a la luz de la luna llena, el silbido, los dos movimientos que cortaron el aire, el dolor intenso y repentino, la oscuridad que terminó por cernirse sobre él…
Habiendo recordado esto, Tulio, ahora sí, se enteró de que había muerto y, en menos de lo que canta un gallo, desapareció ante los ojos incrédulos y atónitos de su esposa y de sus hijos, Alondra y, el que suscribe, José Guadalupe, dejándonos desde ese momento, definitivamente, huérfanos.