Cuentos de la colonia surrealista
La especialidad de Edgardo Carámbula
A sus dieciséis años de edad, Edgardo Carámbula era un experto en perder cosas.
Desde niño había sido así y todas las semanas lo regañaban en casa por haber perdido el suéter en la escuela.
O la lonchera. O un lápiz. O la boleta de calificaciones.
Por más que le reprimían o le pedían que pusiera atención en las cosas que hacía para no perder nada, no podía evitarlo, Edgardo Carámbula perdía diariamente algo. Cuando no era en la escuela, lo era en el trayecto a casa, donde perdía el autobús de regreso, o en la casa misma, donde perdía su mesada, sus juguetes y, a veces, presa de la desesperación ante el regaño de su abnegada madre y su estricto padre, perdía también la paciencia y los estribos.
Ni qué decir del equipo de futbol en donde intentó jugar durante su infancia, pues siempre que lo ponían a jugar, terminaba perdiendo los partidos.
Conforme fue creciendo, las cosas fueron de mal en peor. Ahora perdía su cartera, ahora las llaves de su casa, ahora la oportunidad con la chica que le gustaba y en fin, así se iban sus días, perdiendo y perdiendo cosas sin saber cómo ocurría y sin poder evitar perderlas.
En una ocasión, para uno de sus cumpleaños, no sabemos exactamente cuál porque perdió la cuenta, por estar distraído perdió la ocasión de soplarle a las velitas de su pastel y sus amigos lo hicieron por él.
Edgardo Carámbula sufría. Era consciente de su especialidad y le generaba una profunda tristeza cada vez que perdía algo. Por lo perdido y porque era consciente del dolor que esto le generaba a sus papás. Especialmente a su madre. La abnegada.
El colmo llegó una víspera de año nuevo, ya a sus dieciséis años cumplidos, alrededor de las seis de la tarde, momento en que su abnegada madre, apresurada por todos los preparativos para la gran cena que iba a departir con todos sus invitados, al verlo recostado en el sillón de la sala le gritó tajante que fuera a ayudarlo en lugar de estar perdiendo el tiempo.
Edgardo Carámbula, que no había perdido nada en ese día y que de hecho había decidido moverse lo menos posible para no hacerlo, al escuchar la gran verdad que su madre le había dicho se levantó exaltado pero, sobre todo, asustado. Durante su vida había perdido mascotas, relojes, ropa, comida, amigos, oportunidades, la corbata del abuelo… Pero jamás de los jamáses había perdido algo tan valioso como el tiempo.
Pero si se estuvo quieto todo el día, pensó. Y de inmediato entendió que era cierto. Lo único que hizo durante ese fatídico día fue perder el tiempo.
Desde ese día, Edgardo Carámbula, no ha hecho otra cosa que buscar el tiempo perdido. Pero no lo ha encontrado.
Eso es una complicación más bien bárbara, porque desde ese momento las horas no pasan en ningún lugar del mundo porque el tiempo no se sabe dónde está. De manera que todos nos encontramos esperando que ese tal Edgardo Carámbula y su familia encuentren el tiempo, puesto que aunque las cenas para el festejo ya se enfriaron lo cierto es que, vamos, que en todo el mundo seguimos esperando con ilusión la llegada del Año Nuevo.