El borlote | Cuentos de la colonia surrealista por: Alfonso Díaz de la Cruz - LJA Aguascalientes
23/01/2025

Cuentos de la colonia surrealista

El borlote

“Cuando yo lloro… ¡No lloro!, porque yo soy bien macho”, dijo a todo pulmón el niño de la mesa de al lado asegurándose que todos en su mesa y en las mesas aledañas escucharan y entendieran su afirmación.

Naturalmente, el resto de los miembros de su mesa celebraron la ocurrencia con una sonrisa de suficiencia y continuaron la plática. El niño, que no superaba los ocho años, quizás herido por la indiferencia de su familia, como sospechando que no le creyesen, no se contentó con haber dicho lo dicho, sino que, además, se atrevió a demostrarlo retando a sus con un insistente “pellízcame, papá”, “pellízcame, mamá, para que veas que sí es cierto que soy bien macho” y, fracasando en ese intento, continuó con cada uno de los miembros de su familia, cada vez con mayor insistencia y volumen hasta que su grito final se escuchó en todo el restaurante: “¡Pellízcameeeeee!”, sin que nadie lo hiciera. Para colmo de males, no sólo no lo hicieron, sino que, decidiendo ignorarlo, encaminaron la plática a temas más aburridos como las elecciones presidenciales de países lejanos y de nombres impronunciables.

Yo, que me encontraba justo en la mesa de al lado y, por azares del destino, de frente al niño, que se había sentado en una cabecera, seguí la escena desde el comienzo y pude ver con toda nitidez la cara de decepción y frustración que la indiferencia recibida le había causado, por lo que me dije que tenía que hacer algo, principalmente por dos motivos. Por un lado, siempre he creído que lo que un niño tenga que decir, aunque no lleve razón, merece ser escuchado, puesto que en su psique sí que es importante, y el hecho de que tenga menos edad y menos conocimiento del mundo no demerita en lo absoluto su valía. Por otro lado, que siempre me han molestado los niños maleducados, cuyos padres no ponen límites, sobre todo cuando de interacciones sociales en lugares públicos se trata, y los gritos del infante transgredían los límites de la buena convivencia, interrumpiendo la comida y charlas de los demás comensales, y los papás no habían reprendido al niño en lo absoluto.

Fue por ello y no por otra cosa que, dejando a mi madre con la palabra en la boca y mi taco a medio comer, me levanté de mi silla y en media docena de pasos, sin que nadie pudiera reaccionar, me acerqué al pequeño y, tras decirle rápidamente un genuino “yo sí te creo”, le metí un pellizco de aquéllos que harían retorcer y llorar al más curtido de los adultos.

Se armó la gorda. En menos de lo que canta un gallo los padres, muy ofendidos ellos, reaccionaron y se abalanzaron sobre mí llenándome de improperios, gritos y golpes, y no fue sino hasta que la policía se hizo presente que lograron rescatarme de mis agresores, en medio de los gritos de más de una chica de mesas propias y de la mirada asombrada del resto de las personas, que no daban crédito a lo que estaba pasando.

Una vez calmado el borlote, finalmente nos llevaron a la comisaría. A mí en calidad de maltratador infantil y a ellos -a los padres- en calidad de demandantes.

El carajo niño, doy fe, no mentía. No lloró.



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