Desde el segundo piso
Spotify Wrapped y nuestra narco-cultura musical
El término wrap proviene del verbo inglés to wrap, que significa envolver. Originalmente utilizado en la gastronomía para referirse a sándwiches enrollados en tortillas finas -inspirados en el taco mexicano y populares en Estados Unidos desde los años 90-, hoy también se aplica en el ámbito digital para describir el “resumen” de lo más destacado del año. En el caso de Spotify Wrapped, se trata del envoltorio anual de las canciones, artistas y géneros más escuchados, tanto a nivel global como en nuestro país.
Lo que hace especial esta herramienta no es solo la capacidad de reflejar nuestros hábitos musicales, sino cómo estos revelan algo más profundo: la evolución de nuestra cultura, valores y aspiraciones colectivas. Según datos recientes de Spotify, México es uno de los mercados más importantes para esta plataforma de streaming. La Ciudad de México, en particular, se ha consolidado como la ciudad con el mayor número de oyentes activos a nivel mundial, superando a gigantes como Nueva York y Londres.
En el tercer trimestre de 2024, Spotify reportó un crecimiento interanual del 11 % en usuarios activos, alcanzando los 640 millones, lo que subraya la influencia de esta plataforma en la manera en que consumimos música. Pero ¿qué nos dicen las tendencias de escucha sobre nuestra sociedad? En el caso de México, los géneros predominantes en el top 10 de este año, encabezados por artistas como Peso Pluma, Junior H, Natanael Cano y Fuerza Regida, reflejan la consolidación de los corridos tumbados y su evolución hacia los llamados corridos bélicos.
A lo largo de la historia, la música ha sido mucho más que entretenimiento. Ha servido para transmitir valores, inspirar movimientos sociales y moldear las emociones colectivas. Sin embargo, en el caso de los corridos bélicos, el mensaje parece ir en una dirección preocupante. Este subgénero, derivado de los tradicionales corridos, ha pasado de narrar historias populares a exaltar la violencia, el poder armado y las actividades ilícitas como caminos deseables hacia el éxito.
Es innegable que la música refleja su contexto social. En un país como México, donde el crimen organizado ha moldeado no solo la economía sino también la identidad cultural de amplias regiones, no sorprende que esta narrativa encuentre eco en las generaciones jóvenes. Los corridos bélicos ofrecen una versión aspiracional: hombres jóvenes que ganan respeto y poder a través de las armas, mientras que las mujeres son representadas como acompañantes trofeo de estos “héroes” modernos.
Pero ¿es esta una representación espontánea, o estamos ante un fenómeno alimentado por intereses comerciales? Las grandes plataformas, como Spotify, tienen un papel fundamental en la difusión de estos géneros. Al priorizar algoritmos que impulsan el contenido más popular, perpetúan una narrativa que normaliza la violencia y convierte a estos artistas en modelos a seguir.
Entre la fiesta y la responsabilidad
Por otro lado, las autoridades locales parecen contribuir indirectamente a esta tendencia. En lugar de priorizar inversiones en infraestructura educativa, salarios dignos para maestros o la promoción de logros académicos, científicos o deportivos, muchos gobiernos estatales y municipales destinan recursos a organizar espectáculos masivos que atraen a multitudes.
Palenques, ferias y conciertos son presentados como grandes logros administrativos, mientras las escuelas carecen de agua potable y los baches, el alumbrado público deficiente y los policías mal pagados son problemas cotidianos en nuestras ciudades. Este enfoque no sólo perpetúa el deterioro de las instituciones fundamentales, sino que refuerza un modelo cultural donde la diversión inmediata se coloca por encima de las necesidades estructurales.
No podemos, sin embargo, delegar toda la responsabilidad en las autoridades o las plataformas de streaming. Como sociedad, también jugamos un papel crucial en la promoción y el consumo de estos contenidos. Somos los primeros en quejarnos de la violencia y la falta de valores, pero al mismo tiempo pagamos miles de pesos por boletos para estar en primera fila en conciertos que glorifican estas narrativas.
La libertad de expresión es un derecho irrenunciable, pero eso no significa que debamos consumir sin reflexionar. Es momento de cuestionarnos qué tipo de cultura estamos construyendo y qué legado queremos dejar. Promover alternativas que celebren el talento, el esfuerzo y el mérito es un paso fundamental para ofrecer a las nuevas generaciones modelos más saludables y aspiraciones más constructivas.
No se trata de censurar la música ni de limitar el acceso a expresiones culturales populares, sino de encontrar un equilibrio que nos permita disfrutar del arte sin perder de vista sus implicaciones sociales. Si queremos combatir la violencia que afecta a nuestro país, debemos comenzar por los valores que transmitimos a nuestros jóvenes, y la música es una herramienta poderosa para hacerlo.
En última instancia, la pregunta no es solo quién promueve a estos artistas o por qué dominan las listas, sino cómo podemos fomentar un entorno cultural más diverso y enriquecedor. Quizás sea momento de invertir no solo en conciertos y espectáculos, sino también en educación, arte y cultura que inspiren a nuestras comunidades a soñar con algo más que armas y poder ilícito.
“Cuando el delito se multiplica, nadie quiere verlo”: Bertolt Brecht.