INE y el laberinto de la democracia: ¿Qué nos dice la elección judicial sobre nuestra salud democrática?
La presidenta Claudia Sheinbaum ha reafirmado recientemente su optimismo sobre la realización de las primeras elecciones judiciales en México, programadas para el 1 de junio de 2025. Este proceso, nacido de una reforma sin precedentes, promete democratizar la elección de jueces y magistrados, una empresa que, a primera vista, parece un hito en la relación entre ciudadanía e instituciones judiciales. Sin embargo, detrás del velo de esperanza, se esconden desafíos que amenazan con convertir este sueño en un espejismo.
Según Arturo Zaldívar, coordinador general de Política y Gobierno, el interés inicial en la convocatoria refleja un entusiasmo notable: más de 18 mil registros a través del Ejecutivo, casi 12 mil en el Legislativo y cerca de 4 mil por parte del Judicial. Estas cifras, que podrían interpretarse como una ovación al modelo democrático, también revelan que la participación está anclada en las estructuras de poder tradicionales, pues son los tres poderes quienes canalizan las postulaciones y no la ciudadanía de manera directa. Ahora, los comités de evaluación deben depurar las listas de candidatos y seleccionar, en un proceso que finalizará en febrero, a los contendientes definitivos.
El camino hacia el 1 de junio está trazado, pero plagado de obstáculos. El primer hito ocurre ya a mediados de diciembre, el 15, cuando los comités de evaluación publicarán la lista preliminar de personas que cumplen con los requisitos de elegibilidad. Posteriormente, y a más tardar el 4 de febrero, depurarán estas listas para definir a los finalistas. De este proceso surgirán diez nombres para las vacantes en la Suprema Corte, el Tribunal Electoral y el Tribunal de Disciplina Judicial, así como seis finalistas para cada juzgado y tribunal colegiado. Finalmente, en febrero, se aprobarán los listados definitivos: tres candidatos por cada tribunal superior y dos para cada vacante de jueces y magistrados en tribunales colegiados y de circuito. Este cronograma, aunque detallado, depende de una maquinaria institucional ajustada al límite, donde los errores no solo son posibles, sino probables.
Sheinbaum ha enfatizado que este ejercicio es factible, incluso bajo los plazos apretados que enfrenta el Instituto Nacional Electoral. Pero, aunque los tiempos puedan estirarse como una cuerda tensa, las críticas hacia la reforma judicial y su implementación no se desvanecen. La falta de claridad en las reglas, sumada a un presupuesto recortado, perfila un proceso tan complejo como una partida de ajedrez a ciegas. El INE, encargado de ejecutar esta elección inédita, ha solicitado una prórroga de 90 días, argumentando que los desafíos operativos y logísticos hacen necesario replantear el calendario. La respuesta presidencial fue tajante: “los tiempos son suficientes”, dejando al INE con la responsabilidad de navegar un laberinto sin un mapa demasiado claro.
La narrativa oficial pinta este proceso como un ejemplo global de democracia en acción. Sin embargo, al desentrañar los detalles, la elección corre el riesgo de ser una ilusión más que una transformación. Los aspirantes no recibirán recursos públicos, y la promoción de sus candidaturas dependerá únicamente de sus propias redes y medios limitados. Este modelo, en teoría destinado a reducir el impacto del dinero en la política, en la práctica podría perpetuar desigualdades, favoreciendo a quienes ya tienen acceso a plataformas de comunicación o influencias preestablecidas.
Es cierto que el número de registros es impresionante, pero la democracia no se mide solo en cifras, sino en la capacidad de garantizar que todos los participantes tengan igualdad de condiciones. ¿Cómo hablar de un modelo equitativo si los recursos y las reglas parecen diseñados más para sortear obstáculos que para facilitar la participación? La confianza ciudadana no se construye con palabras grandilocuentes, sino con acciones transparentes que respalden la legitimidad del proceso.
Aquí es donde todos nosotros, como ciudadanos, debemos tomar un papel activo. No podemos ser espectadores pasivos en esta encrucijada histórica. Es momento de velar por la existencia de claridad, transparencia y equidad en un proceso que definirá la columna vertebral de nuestro sistema de justicia.
Informémonos, debatamos y cuestionemos las decisiones que se toman en nuestro nombre. La democracia es un jardín que se marchita si no lo cuidamos; requiere de nuestra atención constante y de una participación crítica.
De manera tal, que el verdadero desafío radica en que estas elecciones sean vistas como un acto de justicia democrática y no como un teatro político. Las sombras del presupuesto limitado, los plazos ajustados y las tensiones entre el Ejecutivo y el INE no solo amenazan con empañar este ejercicio, sino que ponen en duda si estamos ante un modelo a seguir o frente a una lección amarga para el sistema electoral mexicano.
La invitación es clara: reflexionemos sobre el papel que desempeñamos en esta narrativa. Si este proceso resulta exitoso, podría ser recordado como el inicio de una nueva relación entre la ciudadanía y el Poder Judicial. Pero si fracasa, será un recordatorio de que la improvisación institucional tiene un costo que la democracia no siempre puede pagar.
La apuesta es alta, y el tiempo dirá si este experimento logra cristalizarse como un avance histórico o si se desmorona bajo el peso de sus propias contradicciones. Mientras tanto, desde las Antípodas, el laberinto de la democracia nos invita a encontrar salidas juntos, a desafiar las paredes que nos encierran y a construir puentes donde antes había muros. El reto está lanzado: ¿estamos dispuestos a tomar las riendas de nuestro destino democrático?
@ojedapepe