Cuentos de la colonia surrealista
Antonio no cree en Santa Claus
Hay mucha gente que no cree en Santa Claus y los motivos para ello no son muy variados. Cuando no es por la edad -la mayoría de los adultos mayores de treinta años no creen en su existencia-, la principal causa de “no creencia” es, más bien, algún resentimiento escondido contra el regalador por excelencia; un berrinche -enojo incluido- que se adquiere en algún momento de la infancia por haber recibido durante alguna Navidad temprana unos calcetines en lugar de una bicicleta, una bicicleta en lugar de una televisión, o una tele en lugar de una consola de juegos o de un teléfono de última generación. Así somos los humanos, que prestamos más atención e importancia a aquello que no tenemos o en lo que no recibimos, que en lo que sí.
Empero lo anterior, existe un tercer motivo por el que la gente decide no creer en Santa Claus y es, justa y paradójicamente, la misma existencia del barbón de Navidad -se deja de creer en su existencia, precisamente porque existe-, y esto fue lo que le ocurrió a Antonio, quien dejó de creer en Santa Claus en abril del 2023, poco antes de su cumpleaños número 38.
El problema comenzó unos meses antes, justamente para la Nochebuena del ‘22, aunque él aún no sabía -no podía saberlo ni en sus más retorcidos pensamientos- lo que ocurriría después. Nadie podría saberlo. Nadie podría haberlo previsto.
La cosa es que para la cena de Navidad, Antonio, como era su costumbre cada año, la pasó en casa de sus padres y, copita tras copita, la noche fue ganando calor y minutos. Para cuando decidió regresar a su casa -alrededor de las tres de la mañana- su estado etílico lo hacía oscilar en los límites entre el conocido “estar jalado” y el también conocido estado de ebriedad. Pese a la hora y a la cantidad de alcohol ingerido, Antonio se despidió de sus padres y marchó a su casa, a donde llegó sin contratiempos a las tres con veinticinco minutos.
Ya fuera porque los vecinos habían salido o se encontraban durmiendo, la calle se encontraba completamente vacía, por lo que Antonio no tuvo que lidiar con desconocidos que estorbaran el acceso a su cochera y no tuvo problema alguno para guardar su coche de reversa en ella. Sin embargo, la vacuidad de la calle también le llevó a bajar el estado de alerta al manejar y no fue sino hasta que un puck inesperado en la parte diestra de la cajuela le hizo frenar en seco ante la certeza de haber golpeado algo durante su maniobra.
Bajando con prisas del coche -aprovechando que el golpe le bajó también la borrachera- Antonio se encontró con la muy improbable, pero no imposible, situación de que había chocado con Santa Claus que, justo en ese momento, salía de su casa -por la ventana, puesto que en esa zona no había chimeneas-, tras hacer su tradicional visita anual. Un par de minutos antes o un par de minutos después y no hubiese sucedido nada, pero Antonio no llegó un par de minutos antes ni un par de minutos después; llegó a las tres con veinticinco minutos, en el momento justo en que Santa salía de su casa, golpeándolo y dejándolo un poco maltrecho en el pequeño espacio que dejó entre el coche y la ventana.
Asustado, más que asombrado, Antonio se apresuró a auxiliar al señor Claus, desviviéndose en disculpas, preguntándole si se encontraba bien y, ante la repetida afirmación de éste de que sí, de que no pasaba nada, de que todo estaba bien y que era Navidad, ayudándole a incorporarse sólo para confirmar que sí, que Santa Claus existía, que no necesitaba chimeneas para entrar a las casas y que, pese a las adversidades, mantenía siempre un espíritu jovial y navideño. Tras incorporarse y sacudirse el polvo, Santa le aseguró -por enésima vez- que no pasaba nada, que no se preocupara y que afortunadamente sólo había sido el golpe. Le deseó una Feliz Navidad y, tras subir a la azotea, donde le esperaban sus renos con su trineo, se marchó por los cielos con su clásico “ho ho ho” que adorna a todas las películas navideñas. Antonio sonrió ante la buena actitud y ante su consola de videojuegos de última generación que Santa le había dejado como obsequio.
No fue sino hasta bien entrado el mes de marzo, en vísperas del cambio de estación, cuando recibió el citatorio judicial: El señor Santa Claus, representado por el licenciado Fernández -quien le entregara el citatorio- le demandaba por daños y perjuicios tras haber sido embestido imprudentemente la madrugada del 25 de diciembre fum fum fum del año 2022. Se le instaba y urgía a presentarse a los tribunales de la ciudad a declarar el día 27 de marzo y esperar el veredicto en un plazo no mayor a quince días hábiles.
A poco estuvieron de quitarle todo. Tuvo que pagar una indemnización de varios miles de pesos y una fianza para poder permanecer en libertad. Aunque al final, empeñando algunas cosas -incluida la consola de última generación- y con ayuda de sus padres y amigos, pudo saldar su multa y continuar su vida. Eso sí, sumado al ser más cuidadoso con el alcohol, se prometió a sí mismo no volver a creer en Santa, justamente -decía a quien quisiera preguntarle en los años venideros-, porque existía.