Ser liberal en 2024 | El peso de las razones por: Mario Gensollen - LJA Aguascalientes
25/11/2024

El peso de las razones

Ser liberal en 2024

Cuando comencé a tomar conciencia política, el liberalismo en México se asociaba con la izquierda. Los liberales éramos anticlericales, ateos, defensores de la libertad sexual y reproductiva; rechazábamos cualquier tipo de censura y anhelábamos una libertad absoluta de expresión y de prensa. Para nosotros, la libertad era el bien más preciado, y siempre concebíamos la igualdad a partir de ella. Soñábamos con un mundo de iguales libertades compartidas, sin importar género o preferencia sexual. Nuestros enemigos eran los “puros”, aquellos que, en palabras de Nicolás Guillén, eran “pura mierda”.

En mi caso, mi liberalismo se veía intensificado por mi paradójico contexto: fui educado en escuelas católicas pertenecientes al ala más conservadora de la Iglesia, desde la primaria hasta la licenciatura, y mi padre era masón. Confieso que fui un liberal insufrible tanto para mis profesores como para mis compañeros conservadores. También creo que lo merecían. Como Karl Popper, pensaba -y sigo pensando- que no debemos ser tolerantes con los intolerantes; fuera de eso, consideraba la tolerancia como la virtud cívica y pública por excelencia. Sin embargo, algo ha cambiado en las últimas décadas: hoy en día, el liberalismo se asocia con la derecha. Aventuraré una explicación histórica de este cambio y trataré de deshacer algunas confusiones.

La asociación contemporánea del liberalismo con la derecha política o el conservadurismo tiene raíces históricas, ideológicas y culturales complejas. El liberalismo clásico se fundamentó en la idea de que la libertad individual era el pilar central de una sociedad justa y próspera. Surgido en un contexto histórico marcado por la lucha contra el feudalismo y las monarquías absolutas, defendió principios revolucionarios para su época: los derechos individuales, la igualdad ante la ley, la propiedad privada y la autonomía personal. Para los liberales clásicos, cada individuo tenía la capacidad y el derecho de tomar decisiones sobre su propia vida, siempre que no interfiriera con la libertad de otros. La razón y la búsqueda del progreso eran vistas como herramientas esenciales para construir una sociedad basada en acuerdos voluntarios y el respeto mutuo. La separación entre el Estado y los asuntos privados era crucial; se buscaba limitar el poder gubernamental para evitar el autoritarismo y garantizar que la libertad prevaleciera en todos los aspectos de la vida, desde la religión hasta la expresión.

Sin embargo, con el tiempo, muchas de estas propuestas se incorporaron a los sistemas democráticos y perdieron su carácter subversivo. Conforme las luchas políticas giraron hacia la redistribución económica y los derechos sociales, el liberalismo clásico empezó a asociarse con la derecha económica, defensora del libre mercado, frente a las demandas de los movimientos obreros.

Este desplazamiento semántico ha generado confusiones. Se tiende a amalgamar el liberalismo social con el económico, aunque sus énfasis son distintos. Mientras el liberalismo social defiende derechos civiles, libertades individuales e inclusión, el económico privilegia la competitividad de los mercados y minimiza la intervención estatal. Durante la segunda mitad del siglo XX, el neoliberalismo consolidó un proyecto político que adaptó elementos del liberalismo clásico a un mundo globalizado, pero con una fuerte orientación hacia la economía de mercado. Así, figuras como Margaret Thatcher y Ronald Reagan simbolizaron la asociación entre liberalismo y políticas de derecha económica, diluyendo la dimensión social que también caracterizaba al liberalismo clásico.

Por otro lado, muchos movimientos de izquierda más radicales, como el socialismo o el comunismo, consideraron insuficientes las propuestas liberales porque no cuestionaban en profundidad al sistema capitalista. Esto ha contribuido a que hoy el liberalismo se perciba como moderado y equidistante, incluso como una defensa del statu quo económico, lo que explica su asociación contemporánea con la derecha.

Así, mientras el liberalismo clásico se centraba en la libertad individual, lo que algunos llaman “liberalismo moderno”, especialmente en sus vertientes progresista y woke, pone el foco en la justicia social y la equidad. El primero priorizaba la igualdad de oportunidades, confiando en que los individuos podían prosperar en un sistema imparcial; el segundo, en cambio, enfatiza la intervención activa para corregir desigualdades que considera históricas y estructurales. Además, el liberalismo clásico era universalista, defendiendo principios aplicables a todos sin distinción, mientras que el moderno otorga prioridad a las identidades colectivas y las experiencias particulares como base para construir políticas presuntamente más inclusivas. Estas diferencias exponen una tensión insalvable: por un lado, la defensa de la autonomía individual característica del liberalismo clásico; por el otro, el compromiso, irónicamente iliberal, con una justicia social que define al llamado liberalismo moderno.


De esta manera, ser liberal en 2024 es visto por un extremo político como formar parte de la derecha. La nueva izquierda -el wokismo y la política identitaria– ha desplazado el foco hacia lo que interpreta como diversas formas de opresión. Sin embargo, los “oprimidos” ya no son los miembros de la clase trabajadora, como sostenían los marxistas, sino una pluralidad difusa de grupos que resulta difícil incluso enumerar, pero que, según los wokes, merecen acciones afirmativas (eufemismo para edulcorar a la discriminación positiva y al trato preferencial). Los acólitos de esta nueva izquierda justifican sin reparos que, si para lograr justicia histórica es necesario restringir las libertades de quienes no comparten sus dogmas, la transgresión está más que legitimada (y ni siquiera reconocen que lo sea). Así, imponen una moral pública aún más puritana que aquella contra la que lucharon los liberales clásicos, mientras infantilizan a los supuestos oprimidos, negándoles la autonomía que pretenden defender. Para un liberal clásico como yo, todo esto es inadmisible: la nueva izquierda no es, ni puede ser, una opción política. En este clima moralista y dogmático, no resulta sorprendente que muchos liberales nos sintamos huérfanos políticos.

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