Cuentos de la colonia surrealista
Naufragio
Lo tuve que leer dos veces, como menos, para asegurarme de que, en efecto, había leído correctamente lo que ahí se anunciaba.
Al tratarse de una ciudad ubicada a más de 800 km de la costa más cercana, la palabra “naufragio” dentro de los anuncios clasificados del diario local resaltaba, no solo por el formato en negrita sino por la palabra misma, puesto que no pertenecía ahí, y hacía pensar a cualquiera que pasara su vista sobre ella que se trataba de un error.
Sin embargo, no lo era en absoluto: a cuatro líneas el anuncio desplegaba la invitación claramente:
Oportunidad única.
Atrévase a vivir el naufragio de su vida.
Informes al 449XXXXXX1
CUPO LIMITADO
El número era local por lo que, intrigado por la palabra y lo escueto del anuncio, llamé casi al momento, especulando si se trataría de alguna broma de mal gusto, el anuncio de la apertura de un parque acuático o alguna marisquería, o alguna actividad extraña, como un rally, que recibiera el nombre en código de “Naufragio”.
Grande fue mi sorpresa al enterarme que había fallado en todas mis elucubraciones. La empresa a donde me comuniqué prometía, con total seriedad, la promesa de vivir un naufragio, al estilo Robinson Crusoe, con tormenta e islas incluidas, para que la experiencia fuese total. Incluso, me informaron, podían colocar en la isla a un aborigen llamado Viernes, como en la novela citada, para darle más realismo. Eso sí, implicaba un aumento en el precio a pagar.
Intrigado y asombrado por lo peculiar de la experiencia ofertada, reservé un lugar y, tras realizar la transferencia de pago, preparé mi equipaje para vivir mi naufragio personalizado, dos semanas después.
El día agendado acudí a un hangar privado escondido al sur de la ciudad, cuya ubicación me había sido revelada dos días antes, y abordé una avioneta sumamente lujosa con un servicio VIP incluido. Con todo profesionalismo me recibieron la azafata, el coordinador de los naufragios y el capitán Steven, quien, tras una inclinación de cabeza a modo de saludo, se puso a mis órdenes y me indicó que partiríamos cuando yo estuviera listo. Asentí al momento y en menos de siete horas habíamos ya aterrizado en un punto indefinido entre Caracas y Maracaibo. Había elegido el paquete de naufragio en las Antillas.
Una vez ahí, abordé un bote más bien rústico en comparación con la lujosa avioneta que me había llevado al lugar y que, de acuerdo con lo que podía leerse con letras negras cerca de la popa, por estribor, recibía el nombre de “El azote de los mares”. Yo era el único tripulante.
Tras ser remolcado mar adentro por un yate de dimensiones colosales, al cabo de tres cuartos de hora me soltaron a la deriva, en medio de una funesta tempestad que, siguiendo de manera cabal lo prometido en el anuncio clasificado y en la subsecuente llamada telefónica, en algún punto colapsó al pequeño bote llevándolo al naufragio, y a mí entre sus restos.
Gracias a que pude asirme, solo Dios sabe cómo, a uno de los restos de madera que sobrevivió a la zozobra, llegué finalmente a una isla desierta, concretando de esa manera la travesía que había contratado apenas unos días atrás y cuya realización me parecía de lo más improbable y surrealista…
La verdad, en sentido estricto, no puedo quejarme ni demandar a la empresa por incumplimiento de contrato; cada una de las cláusulas fue completamente satisfactoria y la vivencia del naufragio ha sido de lo más realista. Con esta noche, ya se cumplen cuatro desde que arribé a la isla y no hay ni una señal que me haga pensar que saldré pronto de ella. Me recrimino por no haber contratado el paquete con aborigen incluido; al menos así me sería más fácil enfrentar las horas de espera y el aburrimiento.