Érase una vez una persona que estaba hecha de historias | De lengüita por: Aldo García Ávila - LJA Aguascalientes
21/11/2024

De lengüita

Érase una vez una persona que estaba hecha de historias

  • La imaginación narrativa nos permite crear el mundo: como seres humanos, tenemos una mente literaria, siempre dispuesta a imaginar situaciones nuevas y a proyectar estructuras narrativas para darle sentido a nuestra experiencia.
  • La escritura y la imaginación narrativa son prácticas que además de llevarte a crear nuevos mundos, pueden conducir a mirarte más profundamente a ti misma, a ti mismo

Ni una lágrima ni un reproche

¿De qué manera imaginas el paraíso? ¿Has pensado en cómo sería? ¿Qué debería tener? ¿Dónde se ubicaría? Cada persona imagina su paraíso particular, Jorge Luis Borges, por ejemplo, decía: “Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”, pero en una de esas crueles paradojas de la vida, desarrollaría una ceguera crónica, progresiva e incapacitante, que le impediría disfrutar de ese paraíso que vislumbraba para sí, al menos en el sentido más tradicional de la lectura, concebida como el encuentro íntimo entre el libro y el lector a través de la vista. Además, Borges nunca recibiría un tratamiento eficaz para su padecimiento, a pesar de haber sido atendido por los mejores médicos de su época.

Contrario a lo que pudiera pensarse, Jorge Luis Borges se sintió agradecido de su condición y así lo expresaría en una conferencia: “La ceguera no ha sido para mí una desdicha total, no se la debe ver de un modo patético. Debe verse como un modo de vida: es uno de los estilos de vida de los hombres” y en repetidas ocasiones reconoció que gracias a su ceguera estudió lenguas como el anglosajón o el islandés; también lo acercaría a una riquísima literatura y, claro, a seguir escribiendo obras de ficción. Esta labor exigió la presencia y el acompañamiento de especialistas en lengua, literatura o traducción, que tomaran dictado y pusieran sus palabras en papel. María Kodama fue una de esas especialistas y su relación llegaría a estrecharse tanto, que con el tiempo se convertiría en pareja sentimental de Jorge Luis Borges.

En una entrevista con el periodista Luciano Sáliche (2019), Kodama compartió el proceso de escritura bajo el cual trabajaban: “Era muy interesante, porque él, por ejemplo, cerraba los ojos muy fuerte. Por eso la foto que yo tengo en la fundación es él con los ojos así, porque en un momento era como que ni siquiera quería tener los ojos abiertos, para concentrarse más en su interior. Eso me parecía muy interesante como gesto. Apretaba, así, fuerte los ojos. Y si contaba sílabas en el aire era porque iba a escribir un poema. Y si no, me dictaba prosa. Era realmente interesantísimo, muy fascinante para mí. Y era perfeccionista, entonces corregía y corregía”.

Esta anécdota nos lleva a formularnos una pregunta, que quizá suene absurda: ¿quién es el autor o autora de lo que quedaba escrito en el papel? Sin dudarlo, responderíamos que es Jorge Luis Borges, porque María Kodama “solo” se encargaba de transcribir las ideas que emergían de la imaginación del escritor, una acción igualmente valiosa, pues sin este trabajo, no habríamos tenido la oportunidad de seguir leyendo las historias entretejidas por el ingenio de Borges.

Podríamos pensar que esta historia es única, pero no es así. Ahí está el caso de Stephen Hawking, que convirtió la tecnología en su intermediaria no solo para escribir y comunicarse, sino para vivir. El propio Jorge Luis Borges en su conferencia sobre la ceguera cita a otros escritores que padecieron esta misma afección, como Homero, John Milton, Samuel Taylor Coleridge, James Joyce, Thomas de Quincey o Paul-François Groussac.

Con toda certeza, estos escritores recurrieron a otras personas que les ayudarán a transcribir sus pensamientos, ¿en verdad resulta absurdo cuestionarnos que estos escritores sean autores de sus obras? No, no lo es, porque esta pregunta nos conduce a una revelación: incluso antes de llegar al papel, la escritura ya es, de hecho, escritura. Por supuesto, hay que dimensionar esta afirmación, pues no basta con tener una idea, sino saber expresarla y ponerla por escrito, con las palabras y la maestría que exige cada género, tanto de ficción como de no ficción. Cualquiera escribirá “Soy ciego”, pero solo Borges describió con poética elegancia su condición: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche.”

 


Un instrumento para desarrollar ideas

La escritura es un proceso cognitivo, es decir, un proceso que si bien exige de determinados dispositivos mecánicos (lápiz, papel, máquina de escribir, computadora, etc.), comprende una capacidad que se gesta en nuestro cerebro. En otras palabras, mientras la parte cognitiva de una persona se encuentre sana, la escritura podrá tener lugar. Un claro ejemplo es Stephen Hawking, quien, a pesar de estar postrado en una silla, escribió obras que además transformaron la ciencia, en virtud de que su cerebro se encontraba perfectamente sano.

Bajo esta perspectiva, como afirma Daniel Cassany (1993), la escritura se convierte en un instrumento para desarrollar ideas, pero también para aclarar y ordenar información, pues por medio de la escritura logramos que una lectura, a su vez, sea más comprensible no solo para otras personas, sino también para una misma, para uno mismo. Caldera (2003) retoma algunas aportaciones en ese sentido y reconoce que el acto de escribir constituye un proceso que exige la participación activa del escritor, porque deberá aplicar operaciones mentales muy complejas: planificar, redactar y revisar; estas operaciones, a su vez, implican el dominio de conocimientos y habilidades respecto de la composición de un texto, como determinar el propósito del escrito, posibles destinatarios, plan de acción de la tarea de escritura, contenido, características del texto, léxico adecuado, morfosintaxis normativa, cohesión, ortografía y un largo etcétera.

En virtud de que es una capacidad sumamente compleja -continúa Caldera-, la escritura termina por fungir como mediadora en los procesos psicológicos, además de activar y posibilitar el desarrollo de otras funciones como la percepción, la atención, la memoria y el pensamiento.

 

Historias que le dan sentido a nuestra experiencia

¿Cómo le explicarías la suma a una niña o a un niño que recién se acerca a las matemáticas? Sí, quizá haya muchos métodos eficaces, pero más de una persona recurrirá a las infalibles peras y manzanas, bajo un diálogo que sería más o menos así: “Imagina que tienes 5 manzanas, pero tu mejor amiga te regala otras 3 manzanas, entonces ahora tienes 8 manzanas, porque a las 5 que tenías les sumaste las otras 3 que te llegaron”.

Sin que acaso te dieras cuentas, creaste una historia para explicar un fenómeno abstracto como lo es una operación matemática básica. Esta capacidad -y facilidad- que tenemos para inventar historias nos lleva a otra revelación maravillosa: somos seres narrativos. Para Mark Turner (1996), este fenómeno es tan relevante que incluso la imaginación narrativa nos permite crear el mundo: como seres humanos, tenemos una mente literaria, siempre dispuesta a imaginar situaciones nuevas y a proyectar estructuras narrativas para darle sentido a nuestra experiencia. Pagán (2010) añade que, gracias a esta capacidad, el ser humano se convierte en la única especie que puede imaginar lo que no existe, ¿qué ventajas nos ofrece esta facultad? El autor menciona que existen simios que tienen una compleja organización social, pero que son incapaces de relacionar, por ejemplo, huella y depredador; a pesar de su inteligencia, el simio ignorará el surco que ha dejado la serpiente que lo aguarda para emboscarlo. Solo el ser humano puede ver la serpiente que no detectan sus ojos.

¿Qué significa “darle sentido a nuestra experiencia”? Algo tan aparentemente sencillo como lo es comprender una operación matemática básica (como la suma y, claro, otras más complicadas), o bien, algo tan complejo como la justa comprensión e interiorización de situaciones traumáticas, esto es, la pérdida de un ser querido, una separación conflictiva o accidentes de distinta naturaleza. Y también viceversa.

Así, el habla proverbial, los refranes y dichos populares, por ejemplo, se configuran como historias, cuya finalidad consiste en darle sentido a lo que vivimos. Ante la muerte de alguien a quien amamos, habrá quien busque mitigar nuestro dolor al decirnos “La muerte es un desafío. Nos dice que no perdamos el tiempo. Nos dice que nos digamos ahora que nos amamos”; ante el término de una relación tormentosa, habrá quien nos diga “Después de superar algunos infiernos, no cualquier demonio te quema”, etc. Estas frases, por sí mismas, son brevísimas historias, que pueden revelarnos la realidad desde otra perspectiva y, con un poco de suerte, si se trata de la historia precisa, de las palabras que necesitamos, acaso nos permitan mitigar el dolor que sintamos a causa de esa situación difícil por la que atravesemos.


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