Otro día será
El señor que vende paletas y bolis hace su recorrido desde la expoplaza hasta el jardín de San Marcos.
Sin pausas, pero sin prisas -como dice la canción- empuja el carrito hasta el jardín y lo recorre por el pasillo sur, el que da a la calle Manuel M. Ponce, y llega hasta el andador oriente, mismo que recorre hasta la mitad, hasta donde se encuentra la escultura de la vendedora de flores, frente a la entrada principal, a la cuál, con una avergonzada sonrisa que se extiende de oreja a oreja, le dice en un volumen lo suficientemente alto como para que todos puedan escucharlo: “No, gracias, señorita, me halaga, pero no puedo aceptarle la flor, por muy bonita y amable que usted sea, y por mucho que me gustaría recibirla. Estoy casado, ¿sabe?, y no sería adecuado faltarle así a mi esposa. Sé que usted lo hace con la mejor intención y sin coqueteos, pero no es correcto… Además, mi esposa es un poco especial y algo celosa, y no quisiera crearle un disgusto a ella, una dificultad a usted o un remordimiento a mí. Sé que usted lo entiende y lo agradezco, señorita. Otro día, tal vez. Otro día será”, y dicho esto toma el pasillo central, ese que lleva al atrio del templo de Nuestra Señora del Carmen -que ése es el verdadero nombre del templo de San Marcos- e ignorando por completo el andador norte, pasando por el quiosco central, comienza su recorrido de regreso hasta la expoplaza donde entregará el carrito de paletas y bolis a su jefe, con la respectiva venta del día, y donde recibirá su paga diaria. A veces 200, a veces 300 y, ocasionalmente, 500 pesos.
Todos los días, desde hace casi 40 años, hace el mismo recorrido y todos los días, sin excepción, suelta el mismo comentario frente a la escultura de la vendedora de flores a un volumen lo suficientemente alto como para que todos puedan escucharlo: “No, gracias, señorita, me halaga, pero no puedo aceptarle la flor…”, y la gente que alcanza a escucharlo, por supuesto, sonríe o ríe y alegra su día, y no pocos se detienen en ese momento para comprarle una paleta o un boli, aunque no quieran, en retribución a la sonrisa que su actitud y comentario han generado en ellos, y él, muy cordial y natural, agradece la compra y continúa con su camino, como si la estrategia de venta hubiese sido justamente ésa y hubiese sido exitosa.
Sin embargo, la realidad es mucho más siniestra y mucho más alejada de lo que los transeúntes y compradores pudieran si quiera imaginar.
Hace cerca de 40 años, es cierto, el señor que vende paletas y bolis se ha fijado la misma ruta, pero allá para 1987 hubo una ligera variación: La escultura de la vendedora de flores no era una escultura en lo absoluto, sino una chica, muy guapa ella, de carne y hueso que, llena de amabilidad y a veces, ¿por qué no reconocerlo?, de coquetería, ofrecía sus flores ,como regalo a los asiduos y amables, y a la venta a los ajenos, hasta aquella fatídica tarde de octubre en que ofreció como obsequio -vaya usted a saber si por cortesía, por coquetería o ambas- una flor al vendedor de paletas y bolis, obteniendo como respuesta una negativa por igual extraña como educada: Muchas gracias, mi esposa es especial y celosa, un disgusto, una dificultad, un remordimiento, no puedo aceptarle la flor, otro día, tal vez, otro día será.
“Otro día será”.
Fueron las últimas palabras que escuchó. Al momento se vio convertida en una escultura de bronce que, con amabilidad y coquetería, ofreciendo una flor, igual de bronce, a aquel vendedor de paletas y bolis que, por remordimiento o por miedo a su esposa que era algo especial y celosa, repite su rutina día con día desde ese entonces con la esperanza, quizás de redimir su culpa y de que su esposa escucha la respuesta honesta que dio desde un principio a la vendedora de flores para evitarle un disgusto a ella, una dificultad a la vendedora y un remordimiento a él, esperando así que se revierta el hechizo.
Es por ello y no por otro motivo que día tras día repite su rutina y su trayecto y al llegar a la entrada oriental del jardín, donde se encuentra la escultural vendedora, dice en un volumen lo suficientemente alto como para que todos lo escuchen: “No, gracias, señorita, me halaga, pero no puedo aceptarle la flor, por muy bonita y amable que usted sea, y por mucho que me gustaría recibirla. Estoy casado, ¿sabe?, y no sería adecuado faltarle así a mi esposa. Sé que usted lo hace con la mejor intención y sin coqueteos, pero no es correcto… Además, mi esposa es un poco especial y algo celosa, y no quisiera crearle un disgusto a ella, una dificultad a usted o un remordimiento a mí. Sé que usted lo entiende y lo agradezco, señorita. Otro día, tal vez. Otro día será”…