Con frecuencia, cuando creemos que todo ha acabado, el destino nos sorprende de las formas más inesperadas. Sin darnos cuenta, comienza a pisarnos los talones o nos extiende la mano para luego tocarnos el hombro, mientras aún repetimos para nosotros mismos, “Se acabó. No hay nada más que ver. Todo es igual”.
Este es uno de los ingredientes de la historia que relata José Saramago en El cuento de la isla desconocida: un hombre con aspiraciones de marinero le pide un barco al rey, para ir en búsqueda de la isla desconocida, a pesar de no conocerla ni saber en dónde está. Luego de una larga charla, el rey le concede una carabela y sin que el hombre lo supiera, la mujer que hasta ese momento hacía la limpieza en el palacio, decide formar parte de la tripulación.
El hombre se dirige al pueblo para encontrar marineros que aún estén deseosos de encontrar islas desconocidas. Mientras, la mujer va al encuentro del barco, incluso sin que el hombre sepa que, para ese momento, ella es la primera integrante de la tripulación. A su regreso, el hombre solo lleva algo de comida para la cena, pero ni un solo tripulante. Grande es su sorpresa al descubrir a la mujer en el barco. Después de conversar un rato, deciden satisfacer el hambre, para después retirarse a dormir. Al poco tiempo, ya en los terrenos del sueño y el ensueño, la mujer y el hombre se encuentran, para hacerse a la mar e ir en búsqueda de la isla desconocida, que no es sino otra forma de describir la búsqueda de una misma y de uno mismo.