Como bien lo sabe la antropología, lo religioso y lo sagrado entendidos como algo aparte del resto de las esferas de la existencia social resulta algo propio de un fenómeno moderno. En todos los órdenes sociales premodernos lo religioso es indisociable o transversal a todas las esferas de la acción humana. Pretender que es una mera superestructura es retropolar a la historia universal cierta lectura de la Europa burguesa de mediados del siglo XIX cual si tal configuración fuese una constante en el pasado. Lo religioso es la trama básica del tejido de las sociedades que se replica en todas las formas de acción e interacción: si a un orden social se le viera como una canción, lo religioso sería análogo a la tonada o el estribillo, la recurrencia que le da una forma inconfundible identificada por la antropología y la etnografía.
¿El Antiguo Testamento, eje del que parte la autocomprensión del pueblo de Israel, no es acaso una manera de formular en clave existencial un drama colectivo histórico-geopolítico? No me cabe la menor duda de ello. La crítica contemporánea no ha dejado de resaltar cómo esa antiquísima y oscura deidad marginal que se conoce como Yahvé, originalmente asociada al siroco del desierto y ya de suyo inasible, es adoptada por un pueblo a su vez marginal para escribir una historia juntos. Muchos de sus rasgos (decisiones inescrutables, celos, revanchismo, la demanda permanente de atención, así como sus directivas de guerra francamente genocidas contra los cananeos y otros pueblos de la región) son propios de los déspotas de la edad de bronce si no es que de todas las épocas. Y es que, al parecer, la regla en la historia del pueblo de Israel, sometido a la dominación y arbitrio de las antiguas civilizaciones de Egipto y de la media luna fértil (Asiria, Babilonia, Persia) fue el no poder cristalizar en un orden político estable.
Incluso se cuestiona en la actualidad si realmente hubo un reino de Israel gobernado sucesivamente por un Saúl, David y Salomón. Después de todo los textos del antiguo testamento refieren sucesos o eventos acontecidos en la edad de bronce, pero fueron compuestos en Alejandría durante el siglo tercero antes de nuestra era para conformar un canon conocido como Septuaginta. Yahvé resulta ser así algo como el rey abstracto de un pueblo sin estado: uno más allá de las peripecias y continuas derrotas que le asestaba la historia a Israel. No se le puede recriminar ni incompetencia ni fracaso porque la errancia de los israelitas en el tiempo y en el espacio es consecuencia de su incapacidad de cumplir con una ley, con un orden social especificado, siempre inalcanzable. El rey abstracto, fuera del alcance de todo lo que acontece, es el oferente incomprendido de un territorio indistinguible de una utopía (perdón por el oxímoron) pero que sobre todo es el centro de gravedad desde donde se construye la identidad de un pueblo. Israel es básicamente el pueblo golpeado por la historia con un rey a salvo de esos reveses.
Pero una lectura política más sutil, que corre por debajo de la anterior sería la siguiente: al darse Israel un dios-rey inasible, adopta una pedagogía monoteísta que le impide adorar cualquier otra cosa, comenzando por los poderosos de carne y hueso de la época. Sabemos bien que la divinización del autócrata es una tendencia casi inevitable en las dinastías despóticas, desde Egipto hasta Roma, pasando por Persia. Y no sólo es algo del pasado, algo similar acontece en la actual Corea del Norte. Yahvé pues es la razón que se da Israel para no divinizar al poder fáctico ni al poderoso en turno de carne y hueso. Es la última estratagema underdog: podrás someterme, pero nunca te adoraré. Eso me lo reservo. En esa negativa, correlato de la noción de un Dios abstracto y único, se cifra la supervivencia identitaria de Israel que la reforzará con su ley, sus ritos y preceptos codificados en el Talmud. Los israelitas podrán no tener un reino, un estado, pero nunca serán del todo asimilados a un orden hegemónico. Cabe observar que en ello se cifra también una posibilidad de disidencia, de resistencia respecto a todo orden social no judío en el que se participa en la vida diaria.
¿Será una casualidad que, en la era moderna, desde Marx hasta Marcuse, pasando por Walter Benjamin, desde Lukács hasta Hobsbawm, tantos y tantos intelectuales de origen judío fungieran como críticos sociales procurando adoptar la perspectiva de los underdogs? Incluso cuando aquello que se identificó inicialmente underdog ya no resulta tan contundente (el proletariado), se pone la atención en otros colectivos humanos marginales para así tejer o renovar un discurso de repudio a un orden social dado. ¿A qué otra cosa si no se ha dedicado Judith Butler en nuestros días? Sobra decir que ninguno de estos críticos requirió mantener su fidelidad a un abstracto Dios único, pero la alienación respecto a un orden social ya estaba en su ADN cultural. Básicamente lo que hacen es secularizarla y ponerla al día.
El punto es que, para Israel, que nunca dejó de verse a sí mismo como una comunidad en el exilio, su autocomprensión underdog con un destino o una misión histórica es algo central, indisociable de su identidad, como comunidad, como pueblo… ello hasta que la historia le dio un verdadera oportunidad para constituirse como un verdadero estado nación. El estado israelí, nacido en la posguerra tras el shock de la Shoah y bajo condiciones de excepción en un entorno increíblemente hostil, comenzó a convertirse en una víctima de su propio éxito, intelectual, material y militar desde la guerra de los seis días en 1967 y ha entrado en esa paradoja de que, cada triunfo, cada victoria lo aleja más de la paz, lo que resulta hoy más patente que nunca. El callejón sin salida es que sus enemigos, más débiles, en verdad quieren la aniquilación de Israel, al tiempo que Israel comienza más y más a adoptar esa misma perspectiva respecto a sus enemigos. Nada más demencial que una victoria total de cualquiera de las dos partes. Pero hay una diferencia. En Israel ha sido profundo el proceso de secularización y ha sido asimismo por mucho tiempo una democracia con instituciones democráticas que da cabida a la crítica y al disenso, cosa que brilla por su ausencia en el mundo árabe, así como en Irán. Israel no se reduce en modo alguno a la camarilla de Netanyahu ni a los fundamentalistas irresponsables de los asentamientos de Cisjordania. Los enemigos de Israel en cambio tienen mucho más margen de maniobra para alinear y someter autocráticamente a sus disidencias.
Una derrota para Israel nunca se conseguirá moderadamente, lo que será una tragedia para Israel y no menos para occidente; pero una victoria de Israel al costo de aniquilar a los palestinos a niveles genocidas es asimismo una tragedia para los israelíes secularizados. Toda la narrativa milenaria underdog desde donde se construyó la identidad, la idea misma de Israel, se viene abajo. Israel comienza a parecerse a los poderes de hace milenios que dominaban y oprimían en la región. De ahí la tentación a hacer uso de la Shoah como la razón a la que se recurre una vez y otra también ante cualquier acontecimiento haciéndolo una crisis de orden mayor. Pero la consecuencia de ello es entonces que Israel está destinada a ser una nación en estado de amenaza existencial permanente, que por ello no podrá comportarse de manera normal y que nunca podrá darse el lujo de la convivencia pacífica: Israel se ha convertido en la nación Sísifo de la historia.
Sospecho que el paleocristianismo -es decir cuando el cristianismo era más una herejía judía que una religión que pone casa aparte- fue un primer intento de escapar al lastre de la historia que obligaba al pueblo de Israel a un estado de insurrección permanente y desestabilizador el cual termina por orillarlo a la desastrosa guerra contra Roma (66-73 de nuestra era). Jesús de Nazareth, el pueblerino de Galilea de alguno manera instituye la ruta trágica hacia la que se dirige Israel (“Mi reino no es de este mundo”; “Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”) pero Pablo de Tarso lo ve con más claridad aún. Éste último se impone la tarea que parecía imposible: universalizar al judaísmo, lo que requería desenganchar al Dios único de una etnia y un terruño. Un llamado universal que trascienda imperios y naciones equivale a repensar al Dios de la Torá o a pensar en uno nuevo. De ahí un Nuevo Testamento. Ello equivale también a liberar a Israel del peso de su pasado porque Israel, el eterno cautivo de los imperios, había llegado también a un punto que lo hacía cautivo de su propia historia.
En los albores de la era moderna otro judío en los países bajos intentó hacer ver a su comunidad de origen los límites que conlleva un Dios del terruño prometido y la etnia, así como la trampa histórico-identitaria asociada a ello: hablo de Baruch Spinoza. Tal parece que para Spinoza el Yahvé del antiguo testamento es indefendible y por más abstracto que se postule es imposible evitar el concebirle como una persona que comanda; como un legislador-rey despótico, ello en una época en la que la noción de la dignidad y libertad del individuo comienza a abrirse paso. Spinoza se propone, desde la filosofía, liberar a Dios de la condición de persona cuya consecuencia es liberar, a su vez, a las comunidades judías que se prohíben abrazar valores más allá de ellas mismas. De ahí su panteísmo o identificación de lo divino con el mundo natural, no como un personaje involucrado en un drama histórico por un pacto con un pueblo de la tierra. No más cabida tiene el apelar a una alianza exclusiva: la única relación posible con lo divino es el conocimiento que se rige por reglas universales.
Un último intento ya en una etapa madura de la modernidad fue el que tuvo lugar al seno del imperio austrohúngaro en el que se les concedió a los integrantes de las comunidades judías todas las garantías político- jurídicas de cualquier súbdito/ciudadano del imperio. Aun así, la fuerza del antisemitismo en Francia (el caso Dreyfus) Alemania y Rusia (pogromos), hacía pensar a no pocos judíos europeos que una integración de pleno derecho no garantizaba una integración social o que ésta sólo sería efectiva para la alta burguesía judía austrohúngara. De ahí que Theodor Herzl, fuese uno de los pilares del movimiento sionista. En todo caso, el proceso de asimilación fue brutalmente interrumpido por la primera guerra mundial y la subsecuente disolución del imperio austrohúngaro.
Con el Holocausto y el fin de la segunda guerra mundial renace de manera inevitable el reclamo judío de un estado nación y, con ello, la colisión de la historia identitaria de Israel contra la historia factual de todo lo acontecido en Palestina desde la diáspora del siglo I. Un verdadero choque de trenes cuyas consecuencias lucen hoy en día más deprimentes que nunca. En nuestro tiempo se ha criticado la globalización, resaltando todas sus consecuencias inesperadas no menos que sus peligros y límites, ahora evidentes, que siempre subestimaron sus impulsores. Pero no queda claro que un proyecto universalista necesariamente conduce a callejones sin salida. Lo que claramente sí conduce en esa dirección son los reclamos sobrecargados de historia. Que el drama que acontece en Palestina extendiéndose cada vez más a todo el Medio Oriente sea una advertencia para quienes están dispuestos a apostarle todo a la política de las identidades centradas en el agravio.