Hace algunas semanas, Ken Jennings (exconcursante distinguido de Jeopardy! y actual presentador del programa) describió en una entrevista su fascinación infantil por los juegos. “Para mí, eran una versión del mundo con reglas bien definidas”, declaró. “De niño, al lidiar con un mundo confuso, vi que en los juegos las preguntas se responden casi de inmediato. No es como la vida, que siempre es complicada. Los juegos son divertidos y fáciles”. La manera en que han sido diseñadas muchas de nuestras instituciones parece emular estos rasgos de los juegos. Aunque eso ha conferido la sensación de claridad de la que habla Jennings a esferas enormemente complejas de nuestra vida, no siempre la ha hecho más divertida. Además, en ciertas dimensiones, este parece haberse vuelto un fenómeno muy alarmante.
Típicamente, las personas y los grupos suelen disponer de valores ricos y sutiles, pero que no han sido completamente elaborados en todos sus detalles. Eso no significa que cada persona o comunidad se dé a sí misma valores en el vacío, de manera completamente autónoma. Más bien, los valores de los que disponemos como individuos y comunidades son resultado de un proceso continuo de revisión y ajuste ante circunstancias cambiantes. Al incorporarse a un contexto institucionalizado, los individuos o miembros de un grupo a menudo se encuentran con versiones muy similares a (algunos de) sus valores, pero en una expresión mucho más explícita, simple y estandarizada. Cuando esta forma de representar esos valores llega a dominar el razonamiento práctico de las personas o grupos se produce lo que el filósofo Thi Nguyen ha denominado ‘captura de valor’.
Hablar de valores capturados tiene connotaciones asociadas a una pérdida de libertades por coacción. No obstante, los valores institucionales pueden adoptarse de manera voluntaria. Podemos elegir guiar nuestro proceso deliberativo por los valores que encontramos completamente elaborados al interior de alguna institución. Digamos, por ejemplo, que nos dedicamos a la vida académica. Entre nuestros valores se encuentran: la búsqueda de la verdad, de la sabiduría, de la comprensión. Aunque describiríamos muchas de nuestras actividades cotidianas como cultivando esos valores y tratando de promover su consecución, su aplicación no es muy clara. Especialmente, no siempre sabemos qué tanto seguimos apegándonos a esos valores o qué tan bien hemos logrado promoverlos. Esos valores no son muy precisos ni son fáciles de medir. Nuestra propia apreciación suele estar muy sesgada; la de muchos de nuestros colegas a menudo se basa en otros aspectos de interacciones personales. Las instituciones académicas, no obstante, ofrecen maneras más directas de calibrar estos valores, por ejemplo: a través de la publicación de artículos académicos en revistas prestigiosas. Puesto que la calidad de estas revistas depende en buena medida de los artículos que publican, estos suelen estar sometidos a rigurosos procesos de evaluación que atienden a su calidad académica. Adicionalmente, la recepción y discusión de resultados de investigación por otros miembros de la comunidad académica -con quienes no se ha tenido algún otro tipo de interacción- es un buen indicio de que van encaminados hacia la consecución de verdades significativas, o al menos de que promueven la comprensión. Así, las métricas de evaluación de las revistas académicas y los índices de citación pueden usarse para evaluar (parte de) la calidad académica de las publicaciones. Si la evaluación a partir de tales métricas se vuelve la guía que domina la toma de decisiones de una persona, si se vuelve la fuente dominante de sus razones para actuar, sus valores han sido ‘capturados’. Y ese proceso puede ocurrir incluso de manera consciente y consensual.
Lo preocupante de las métricas no es que sean malas para medir. Existen muchas peores formas de medir. Una medición personal, que vaya en contra de cualquier métrica, muy probablemente será más errada. Aunque entre decenas de miles puedan existir un puñado de excepciones, la mayoría de las personas cuyas contribuciones son sistemáticamente rechazadas por revistas académicas o ignoradas en la discusión, no hacen contribuciones importantes al conocimiento, la sabiduría o la comprensión. Si esas personas creen -contra toda la evidencia- que hacen una contribución académica significativa, probablemente viven engañadas. Cualquier métrica estandarizada les ofrecería una representación más precisa de la realidad. Lo inquietante es que, en la captura de valor, las métricas no se usan para medir sino para guiar la acción.
En general, los valores altamente explicitados que encontramos en las instituciones se resisten a ser reinterpretados. Estos valores pueden ser claros, coherentes y ampliamente compartidos, por lo que hacen posible resolver desacuerdos de manera expedita y avanzar colectivamente en la búsqueda de objetivos comunes. También ofrecen incentivos a los participantes para continuar esforzándose y les brindan indicadores de qué tanto han logrado sus fines. Lo que seduce acerca de las métricas y los valores institucionales es precisamente su firmeza y claridad: hacen que nuestro panorama de valores se vuelva más simple y fácil de navegar. Sin embargo, el resultado puede llegar a ser horripilante. Al concentrarse sólo en cumplir objetivos institucionales, se pierde la sutileza, el dinamismo y la sensibilidad de ajustar nuestros valores a nuestro contexto.