Actualmente, en nuestro mundo, donde la conexión digital y el ritmo acelerado de la vida nos mantienen alejados(as) del contacto físico, es fácil olvidar una idea importante: somos seres corporales, intrínsecamente vinculados a nuestro entorno. Nuestro cuerpo no es solo un vehículo para experimentar la vida, sino un reflejo de la salud del planeta en el que habitamos. Cada cambio en el medio ambiente, desde la calidad del aire que respiramos hasta la pureza del agua que tomamos, tiene un impacto directo en nuestra salud y bienestar. Lo que le sucede al mundo, lo padecemos en nuestro cuerpo.
La degradación ambiental, el cambio climático y la contaminación son problemas que no solo afectan a la biodiversidad y a los ecosistemas, sino que también nos afectan físicamente. Un entorno insalubre limita nuestras capacidades y calidad de vida, por ello, cuidar del medio ambiente es una responsabilidad ética, así como una necesidad práctica. Sin un ecosistema adecuado, nuestras posibilidades de prosperar y desarrollar nuestro potencial humano se ven gravemente comprometidas. En este contexto, la protección y conservación del medio ambiente son prioridades ineludibles para garantizar tanto la supervivencia del planeta como la nuestra.
Este vínculo entre nuestro bienestar y el estado del medio ambiente nos lleva a reflexionar sobre uno de los problemas filosóficos contemporáneos más relevantes: la inseparabilidad de nuestro ser corporal del mundo que habitamos, y es sobre esto que quiero hablarles hoy. Partamos de lo siguiente: yo soy mi cuerpo, el de usted también lo es. “El cuerpo es nuestro anclaje en un mundo”, advierte Merleau-Ponty (1945). ¿Qué significa esto realmente? ¿Qué implicaciones conlleva? El cuerpo no es un objeto entre los demás objetos, es un agente vivo que nos permite comunicarnos con el mundo, el cual se nos muestra únicamente a través de los estímulos que después son codificados por nuestros órganos. En efecto, el cuerpo es “una masa conformada de músculos, huesos y órganos, los cuales tienen una correlación unos con otros, dirigidos por un motor que es el cerebro”, como dice Benjumea (2011); pero también “es una realidad a la vez social y subjetiva”, como sostiene Evelyn Castro (2018).
Es difícil darnos cuenta de esto, porque habitualmente ignoramos su presencia. Bollnow (1969) decía que “el cuerpo es en cierto modo un inespacio, como si no existiera”. Cuando usted va a su trabajo o a la universidad o mientras discute sobre quién debería ganar las próximas elecciones, no es consciente de su cuerpo, lo ignora por completo; sin embargo, normalmente en situaciones límite, de incomodidad o disfuncionalidad, reaparece la conciencia sobre él, “se hace presente en los actos de violencia, en las jornadas de abrumador calor, en las molestias que produce estar 5 horas sentados”, dice Magdalena Casanova (2012). En este sentido, la hostilidad en un espacio urbano también es un factor que nos obliga a despertar la conciencia sobre nuestro cuerpo.
Si somos un cuerpo, tenemos que reconocer aspectos que nos generan hostilidad hacia el espacio que nos rodea; por ejemplo, al caminar por una calle congestionada de nuestra ciudad, podemos sentirnos incómodos(as) debido a la falta de espacios verdes y a la contaminación ambiental. Pero esta hostilidad no solo afecta nuestro bienestar físico, sino también nuestro estado emocional: el ruido constante del tráfico puede causar estrés y ansiedad, impidiendo que nos relajemos y afectando nuestra capacidad de concentración; por su parte, la falta de áreas verdes y espacios abiertos puede llevarnos a sentirnos atrapados(as) y desconectados(as) de la naturaleza, lo que puede generar sentimientos de tristeza o depresión; además, la calidad del aire y del agua también determina nuestra salud física y mental, sumado al hecho de que si el grado de contaminación es alto, nuestro cuerpo lo sufre con la intensificación de la temperatura en la piel, o al andar por espacios pavimentados, lo sufrimos en los pies cansados por recorrer espacios rígidos, en el dolor de cabeza que nos genera el estrés por cruzar las calles y no morir en el intento, en las rodillas desgastadas por la destemplanza que produce el cemento, etc.
Entonces, comprometerse con el cuerpo que somos es reconocer que lo que le pasa al mundo nos pasa a cada uno de nosotros. No hay cuerpo sin espacio y no hay espacio sin cuerpo, o como Homero Aridjis (S.A.) dice: “el cuerpo tiene un lugar en el espacio y el espacio un lugar en el cuerpo”. Deteriorar al mundo es deteriorarnos a nosotros mismos. Cada vez hay más personas que se sienten incómodas o disfuncionales en su medio ambiente. Ahora, por ejemplo, se está volviendo una obligación incluir estrategias de adaptación al cambio climático en las agendas políticas. A pesar de ello, es complicado imaginar un futuro mejor, ya que le hemos dado marcha a una máquina que no podemos detener. Tenemos que entender que cualquier cambio en el medio ambiente natural impacta directamente en nuestro cuerpo. Cuidar de él no es una cuestión externa o ajena, es una acción directa para cuidar de nosotros(as) mismos(as).
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A manera de apéndice, quiero dar las gracias a Obed quien fue mi becario durante un semestre, mismo que correspondió con su último semestre en la carrera de filosofía. Me gustaría decir que lo felicito por el crecimiento académico que logró y prueba de ello es el artículo que nos entrega en esta ocasión. Obed, te deseo el mayor de los éxitos en tus proyectos futuros, dado que abrirse camino en el campo que elegimos, la filosofía, no es sencillo, pero como ya lo dijo Machado, “caminante no hay camino, se hace camino al andar” y nadie puede andarlo por ti.
Con afecto, Victor Hugo Salazar Ortiz.