José Ponciano Eduardo Correa Olavarrieta nació en Aguascalientes en 1874 y murió en la Ciudad de México en 1964. ¿Por qué este hidrocálido es considerado una figura clave en la historia de Aguascalientes? Eduardo J. Correa fue muchas cosas: abogado, diputado federal, secretario del Tribunal de Justicia, agente del Ministerio Público, periodista, poeta, narrador, ensayista y biógrafo. Sus muchas facetas nos exigen detenernos en cada una de ellas, razón por la cual hoy te hablaré únicamente de su labor como periodista. La información la extraigo de su Autobiografía Íntima, publicada en una edición rústica el año en que murió y reeditada por la Universidad Autónoma de Aguascalientes en el 2015, junto a sus Notas Diarias.
Desde niño, como él mismo menciona en su autobiografía, se interesó por el periodismo. Cuando tenía siete años se encargaba de despachar el canje de La Voz de la Justicia y “estaba al pendiente de la llegada del cartero que traía la correspondencia para enterarme de los periódicos que se recibían y aumentar la lista de remisiones con los nombres de las nuevas publicaciones que se anunciaban” (105). Ya en el Seminario publicó su primer periódico, El Iris, y en el Instituto publicó El Porvenir, La Juventud y, en compañía del Dr. Atl, El Horizonte. A continuación, un semanario de combate: La Antorcha. Tras éste, dice Correa:
Una vez recibido, el primer periódico que publiqué, de índole literaria, fue El hogar, al que le siguió ya mejor presentado La Bohemia; después El Católico que por algún tiempo sostuvo Francisco Alvarado Romo; La Civilización, El Correo del Centro, La Voz de Aguascalientes, El Heraldo, El Observador, El Debate y La Época, informativos, y La Provincia y Nosotros exclusivamente literarios; quizá se me haya olvidado alguno y el orden en que los he mencionado no corresponde al cronológico (106).
Por lo anterior, el escritor se creía precursor del diarismo en Aguascalientes, aunque después se corrige y se nombra “iniciador del periodismo moderno de información”. Señala que con El Observador tuvo gran éxito, de publicación bisemanal, y que en tiempos de la Feria Nacional de San Marcos salía diariamente con una crónica de las corridas de toros. Posteriormente, en Guadalajara, narra sus esfuerzos por rescatar el diario El Regional, teniendo que cambiar el formato y endeudándose para sacarlo a flote. Cosa que, de acuerdo a él, consiguió.
Sin embargo, en un contexto de agitación política, en donde los medios servían a una facción u otra, Eduardo J. Correa adopta una postura firme y su periódico “una actitud independiente” que “desagradaba naturalmente a las autoridades locales”. Es interesante lo que menciona sobre la libertad de prensa y el compromiso con la verdad:
(…) yo no hacía otra cosa que cumplir mi deber de servir al público, dándole la información que me pedía ajustada a la verdad, que no intervenía en la lucha política en forma alguna, y que no podía tener culpa en referir lo que acontecía; (…) que en nada me había extralimitado de las texativas que la Constitución señalaba a la libertad de la prensa (110).
Después comenta que le ofrecieron la dirección del diario que había de ser órgano del Partido Católico, La Nación, en la Ciudad de México. Motivo por el cual abandona Guadalajara, pero continúa a distancia con su labor en El Regional, sin pago alguno, en espera de quien hubiera de sustituirlo. Al contrario de lo sucedido en Guadalajara, indica Correa, fracasó en México: “Experimenté tardíamente todo lo que hay de convencional, de hipócrita, en la Metrópoli” (116). De acuerdo a lo expuesto por el periodista, le ordenaron que secundara la campaña de Huerta y él escribió algunos artículos sobre el tema “y en uno de ellos dije que todas las aguas del Jordán no podrían borrar el pecado de origen del huertismo” (117). Eso equivalió, señala, a firmar su sentencia de muerte y a las pocas semanas, sin previo aviso, ni indemnización alguna, se le separó de la dirección:
Pasó esa época de penas hondas y tuve que refugiarme en el ejercicio de la profesión (J. Correa era abogado), retirándome del periodismo activo, aunque sin abandonar la afición, ya que seguí escribiendo y colaborando de vez en cuando en distintas publicaciones, hasta que en Los Ángeles lo hice en forma permanente en La Opinión y desde 1944 escribiendo un artículo semanario para distintos diarios de provincia (119).
Finaliza Correa este apartado de su autobiografía refiriendo que la sociedad de Aguascalientes no estaba acostumbrada a leer y, por tal motivo, luchó contra el desdén del público y no conseguía darles circulación a los periódicos que editaba. No obstante, con El Observador, en su primera época y junto con José Flores, logró que “la curiosidad primero y el interés después acostumbraran a las gentes a comprar las hojas periodísticas, que les llevaban el alimento espiritual” (121).
El recorrido que el autor hace de su labor periodística ofrece un panorama de la situación editorial de la época, envuelta en rencillas políticas, a nivel regional y nacional. Resalta la actitud que Eduardo J. Correa adopta como periodista, su defensa a la libertad de prensa y su compromiso con la verdad. No es mi papel juzgar si fue o no el “iniciador del periodismo moderno de información”, como él mismo se consideró, pero lo cierto es que su trabajo fue determinante en el desarrollo periodístico de Aguascalientes. Prueba de ello es que, en 1908, organizó en el estado el Primer Congreso de Periodistas de Provincia. Asimismo, sus publicaciones fueron el espacio literario de muchos escritores de la época. Su influencia en las letras aguascalentenses es innegable.