El confesionario… El santuario católico del rito penitencial, símbolo del perdón; la terapia que todos necesitamos para descargar el peso muerto -de ida van cabizbajos; de regreso vienen sonriendo-. ¿Qué hace ese niño metido ahí, en un confesionario de catedral, indiferente a la función sagrada del lugar en que se encuentra?
Los niños… Cuando la ignorancia de las cosas es feliz inocencia; cuando los asuntos sagrados son más bien algo mágico; incomprensible, y la vida no tiene ni pasado ni futuro, sólo el presente infinito del día y la noche; de la luz y la oscuridad, y en todo momento el omnipresente juego.
¿Qué hace ese niño ahí, sentado en un lugar reservado de manera exclusiva para los ungidos? Evidentemente no sabe lo anterior y no le importa, pero en todo caso es un lugar ideal para él porque, ¿qué falta podría cometer; de qué pecado tendría que pedir perdón? Entonces, está en condiciones de tirar la primera piedra, si lo desea; libre de culpa, por ahora y hasta que crezca y aprenda a ser culpable.
Con toda seguridad por ahí cerca, muy cerca, anda la madre, arreglando algún asunto pendiente con la divinidad, quizá una petición que deviene en súplica, una sugerencia, y hasta un reclamo. ¿Quién sabe? En tanto el vástago experimenta el mundo desde la penumbra de este misterioso punto de observación, tal vez escuchando allá en el fondo de su ser la clave que explica la existencia de ese mueble en concreto, la voz remota del resucitado: a quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados.
En la nave sur de catedral, justo al lado de donde llueven las rosas de santa Teresita del Niño Jesús -llueven desde que recuerdo; desde que fui como este niño hombre, y no cesan de llover hasta ahora, que he transitado por infinidad de Soles y Lunas y estoy más cerca del final de mi recorrido-, el confesionario ahí sigue, porque pecadores nunca faltan, pero no así quien impartía la absolución cuando tomé esta fotografía, en 2005, el canónigo Rigoberto Ruiz Palos, que ya murió. Ya no está tampoco el padre Miguel B. Medina Fernández, que custodió la catedral como el dragón a la princesa; como los padres de antes la virginidad de sus hijas, y, si me permite la reflexión, la mariposa que era este niño, se transformó en una crisálida, como en un proceso inverso en la vida del insecto, porque es regla de la vida que vayamos de la luz inocente de la niñez a la opacidad propia de la edad adulta.
Evidentemente esta última afirmación procede de la nostalgia que me impulsa a pretender, imaginar, creer que teníamos una mejor vida cuando éramos niños. Pero quién sabe, probablemente no, tal vez sí, dependiendo de la niñez que nos haya tocado en suerte, porque a final de cuentas este periodo de arranque de la vida no está exento del dolor; el abandono, la violencia, la falta de amor, el cobarde desquite de la impotencia y la frustración de los mayores, pero en todo caso también está felizmente acompañada de una misericordiosa dosis de olvido, ese que en ocasiones se adquiere en el confesionario; pero sólo en ocasiones.
Además, es la época de la vida en que se siembran en nuestra ánima todas aquellas cosas que nos impulsarán por senderos mejores, aparte de esas otras que luego arrastraremos de por vida; que nos torturarán una y otra vez.
Pero independientemente de lo anterior, por fortuna la vida sigue brindándonos infinidad de oportunidades de volver a ser niños, es decir, de sorprendernos, de disfrutar las cosas más simples de esta vida, de tener la mirada limpia y los ojos luminosos; de ver a los otros sin segundas intenciones, de jugar y encontrarle gracia a la vida; a las circunstancias; de creer que las cosas pueden ser mejores, etc., al menos por unas horas, por unos minutos; al menos eso.
Por mi parte tengo la intención de aprovechar a plenitud las mías. Por eso mañana, y el resto de mi vida, estaré de manteles largos. Todavía tengo algunos sueños que son nubes en mi café…
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