Aunque parece un fenómeno cotidiano, el hecho de que respondamos emocionalmente al arte plantea algunos enigmas filosóficos fascinantes. Tres de ellos desafían la manera en que solemos pensar sobre arte y emoción. El primero tiene que ver con nuestra respuesta emocional a obras de ficción: ¿tiene sentido experimentar emociones genuinas ante algo que sabemos que no es real? El segundo se vincula con las emociones específicas que asociamos a obras no representacionales, es decir, que no tratan acerca de algo: ¿por qué nos parece que una melodía es alegre o lúgubre? El tercer enigma se relaciona con nuestra búsqueda de emociones en el arte: ¿por qué nos atraen obras (representacionales o no) que nos producen emociones negativas, como la tristeza o el miedo?
Antes de ahondar en cada uno de estos enigmas, conviene hacer algunas aclaraciones en torno a lo que denominamos ‘emoción’. Si lo pensamos un poco, los estados emocionales que experimentamos los seres humanos forman un conjunto bastante heterogéneo. Varían ampliamente en sus componentes cognitivos: en los contenidos a los que se dirigen y las normas de racionalidad con las que operan. Pueden ir dirigidos hacia algo poco específico, como cuando nos asustamos al vislumbrar una sombra en movimiento. Pero también pueden tener contenidos muy articulados, como cuando nos arrepentimos de no escuchar con más paciencia y empatía el relato sobre la infancia que nos contaban nuestros abuelos. En ocasiones, se evalúa una reacción emocional como apropiada a partir de lo que la desencadena, por ejemplo, al registrar una presencia. En otros casos, esta respuesta exige una compleja comprensión o consideración de lo que registramos y da lugar a intrincadas concatenaciones de pensamientos. Además de tener respuestas corporales características (conductuales y fisiológicas), las emociones son también muy diversas en sus componentes sensitivos: se caracterizan por una cierta fenomenología, por sentirse de cierta manera. Experimentamos muy diversamente sorpresa, orgullo, pena, envidia, lujuria, compasión, enfado, celos, alegría…
Pasemos ahora a nuestro grupo de enigmas. Al primero de ellos se le conoce como ‘paradoja de la ficción’. Surge al considerar tres afirmaciones que parecen poco controversiales. (a) Experimentamos emociones hacia personajes o situaciones que se describen en obras de ficción. (b) Las emociones requieren que creamos en la existencia de aquello a lo que se dirigen. (c) No creemos que existan los personajes o situaciones que se describen en obras de ficción. El problema surge al reconocer que estas tres afirmaciones no pueden ser todas verdaderas. Alguna de ellas tiene que ceder. Quizá debamos abandonar (c) y sostener que, al adentrarnos en la obra, momentáneamente olvidamos que se trata de una ficción. Eso haría razonable experimentar emociones hacia los personajes y situaciones que ahí se describen, pues creeríamos que existen. Pero eso no parece razonable ante ciertas obras de fantasía. Tal vez debamos rechazar (a), al afirmar que nuestras reacciones ante la ficción no son emociones genuinas, sino cierta suerte de simulación o fingimiento que sólo se les parece. No obstante, es difícil decir exactamente qué distinguiría a estas simulaciones de una emoción genuina. Alternativamente, podríamos reconsiderar (b), lo que nos exigiría repensar el nexo cognitivo entre creencia y emoción.
El segundo enigma que consideraremos en torno al arte y la emoción surge cuando no podemos señalar de manera obvia por qué y ante qué respondemos emocionalmente. Mientras que en narraciones o imágenes podemos identificar personajes o situaciones que desencadenan y hacia los que se dirige nuestra respuesta emocional, no es claro que haya algo equivalente en las artes abstractas. Sin embargo, aunque los seres humanos y sus vicisitudes estén ausentes en una melodía instrumental, ésta a menudo despierta en nosotros una emoción específica: puede ser desgarradora, serena, triunfal o dulcemente melancólica. La música en sí misma no parece el objeto adecuado para muchas de estas emociones, ni parece brindarnos algún otro objeto al cual dirigirlas. ¿Obedece nuestra respuesta sólo a un mecanismo sensorial o involucra también elementos cognitivos? Puede que en las artes abstractas encontremos emociones sin objetos, o sólo el componente fenomenológico de la emoción sin los contenidos que típicamente la acompañan. O quizá estas artes detonan una respuesta empática, que suministra objetos y pensamientos adecuados para la emoción desencadenada.
Del tercer enigma son ejemplos emblemáticos la ‘paradoja de la tragedia’ y la ‘paradoja del terror’. Se relaciona, en general, con emociones negativas como la vergüenza, el fracaso, la pena, el miedo, el enfado y la desesperación. Tales emociones pueden ser expresadas, representadas o tratadas de alguna otra manera por o en la obra de arte. Típicamente detonan una respuesta emocional similar en las y los espectadores. Por tratarse de emociones negativas, una reacción racional esperada sería que se evitaran obras de esta naturaleza. Sin embargo, tanto en el caso de obras narrativas como de piezas musicales, a menudo sus audiencias no sólo no evitan las emociones negativas, sino que las buscan y las estiman por encima de otras. ¿Por qué ocurre esto?
Aunque las situaciones que dan pie a estos enigmas se renuevan día con día, para apreciarlos y responder a ellos se requiere sobreponernos a la fascinación que ejercen sobre nosotros y poner a trabajar nuestras herramientas filosóficas.