Todo esto que comparto contigo en el Banquete de este día es consecuencia de una conversación que tuve durante la semana que está por terminar, una conversación sin importancia pero que finalmente me dejó pensando, y quizás debo decir, hasta preocupado. Le comenté a una persona muy estimada por mí que iría a comprar una torre de discos compactos, -suelo tener como respaldo una copia de algunos de mis discos favoritos, por ejemplo, conseguí no hace mucho la edición conmemorativa de los 40 años del lanzamiento del disco In the Court of the Crimson King, el primer disco de King Crimson publicado en 1969, para muchos, y entre ellos me cuento yo, es la piedra angular sobre la que se ha construido toda esta imponente restructura llamada rock progresivo y claro, además de tener la versión original del disco, tiene algunos bonus tracks con versiones alternas de las canciones que integran este monumental disco, pero sucede que lo tenía sin respaldar, ya ves, caprichos de melómano, y es que soy verdaderamente obsesivo en el cuidado de mis discos, así que me dispuse a comprar una torre de discos vírgenes, por cierto, ya no es tan fácil conseguir discos grabables como antes, entiendo, los tiempos cambian, ahora todo es digital, y aunque tengo mucha música en memorias USB que solamente uso en el carro, o como medio de transporte de la música, soy de los románticos que siguen afirmando que nada es superable a tener el disco físicamente en las manos, con todo ese ritual que representa una digna sesión musical, sentarte en un cómodo sofá, descorchar una botella de vino tinto, colocar el disco sobre la tornamesa si es acetato, o en el reproductor de discos compactos si está en ese formato, y mientras escuchas, darle la vuelta a la portada entre las manos, ver los créditos, si la portada tiene las letras, mucho mejor, en fin, irnos empapando del disco, y escucharlo quizás un par de veces en una primera audición. Vamos, desde abrir el disco es ya parte del ritual, quitar el celofán, sobre todo si es acetato, recuerdo que desde que estaba en la prepa, en la gloriosa y heroica Prepa de Petróleos, solía frotar el disco cerrado sobre la pierna derecha con el fin de calentar el celofán y retirarlo más fácil sin dañar en absoluto la portada, ese ritual de una digna sesión musical está más allá de los estrechos y pragmáticos límites de la tecnología
Pues sí, considerando ese recalcitrante romanticismo, comprenderás que para quien esto escribe, el disco, preferentemente si es vinil, o en formato de disco compacto, así como el libro son simplemente insustituibles, estoy absolutamente seguro que por mucho que avance la tecnología está jamás sustituirá a una ejecución manual de un instrumento musical, o de la ejecución virtuosa de una obra musical.
Pero me decía mi amiga que cuando me muera, qué sucederá con todo mi material musical, y claro, con mis libros, yo le decía que mi esposa se encargará de asegurarles un sitio seguro, quizás donarlos a alguna institución cultural, al ICA no, al menos no en esta administración porque los que está ahí carecen por completo de sensibilidad para las artes; pero mira, amigo lector, no tengo planeado morirme pronto, así que en un futuro, si las cosas cambian, el Instituto Cultural podría ser un destino para mi acervo musical y literario, pero ese no es el punto, a lo que quiero llegar es que mi interlocutora me decía que las generaciones nuevas no están interesadas en ese asunto de preservar los acervos, vamos, ni siquiera saben qué diablos es un acervo, para la generación vigente todo es desechable, y ya no digamos la música, incluso las personas es un asunto desechable del que se puede prescindir sin el mayor remordimiento. A propósito, Julio Cortázar nos dice que podemos elegir una lectura de su obra Rayuela y prescindir de la otra opción sin el mayor remordimiento, pero yo no aguanté mucho tiempo con una sola lectura de su obra, así que de inmediato, y víctima de un gran remordimiento, emprendí una segunda lectura de Rayuela siguiendo las sugerencias del autor, y de esta manera, así como no podemos ni siquiera prescindir de una lectura total de una obra literaria, mucho menos de un legado musical.
Siempre ha existido la música desechable, siempre hemos tenido música cuya fecha de caducidad es muy breve, úsela y tírela, toda esa música -¿música?- que existe por breve tiempo y después de unos meses de su publicación ya nadie da veinte centavos por ella, no me imagino dentro de algunos meses a alguien buscando una edición especial de una canción del tipo ese, ¿cómo se llama? Medio Kilo o algo así, ese sonidero, que no música, va derecho a la basura, ese es su lugar. Apesta, su hedor, como el reguetón, o como sea que se escribe eso, es ofensivo para un oído fino, educado, exigente y conocedor, pero esa es la cultura en la que actualmente vivimos, incluso el lenguaje se ha modificado, o por le menos se intenta, y no me refiero a la payasada esa mal llamada “lenguaje inclusivo”, sino a ese truco semántico de querer suavizar las cosas, los políticos gustan de llamar “los que menos tienen” a los que viven en la miseria, a los ancianos ahora los llaman de la tercera edad, o peor, adultos en plenitud, pero de eso nos ocuparemos en otra ocasión, sólo quiero decirte, amigo lector, que estoy convencido de que tenemos el arte para liberarnos del caos, y que el arte es la respuesta y es finalmente lo que nos reivindicará como seres humanos. Que así sea.