Fue Alexander Baumgarten quien introdujo el término ‘estética’ en 1750 para designar algo cercano a su sentido actual. La concebía como una disciplina dedicada al estudio de las experiencias sensoriales (scientia cognitionis sensitivae). Baumgarten retomaba esta acepción del vocablo griego aisthesis, que significa ‘percepción’ o ‘sensibilidad’. Los debates actuales sobre lo estético se han configurado en gran medida a partir de un conjunto de ideas del siglo XVIII, que debemos a principalmente David Hume e Immanuel Kant.
En retrospectiva, podemos apreciar que el centro de interés de estos pensadores gravitaba en torno cierta clase de experiencias. Uno de sus rasgos distintivos es que tales experiencias respaldan juicios o apreciaciones en los que se indica que, sólo debido a su apariencia, un objeto es digno de atención. Lo hacen empleando expresiones de alabanza o reproche sobre la apariencia de un objeto específico. Por ejemplo, decimos que es bello, asombroso, conmovedor, espantoso, y otras cosas por el estilo. A veces esos juicios se dirigen hacia obras de arte, pero no son exclusivos de ellas. Conviene atajar que esa clase experiencias podrían no tener la clave para distinguir entre cuáles obras son buenas y cuáles son malas en tanto obras de arte. Quizá tampoco nos den una respuesta sin cualificaciones a la pregunta de qué experiencias vale la pena tener. La preocupación filosófica inicial sobre ellas consiste simplemente en comprender en qué consiste tener esta clase experiencias.
Suponer que estas experiencias son acerca de cosas ‘bellas’ (o susceptibles de una cualificación similar) requeriría que fuésemos capaces de distinguir un conjunto específico de cosas a las que se aplica esta cualidad de otro conjunto al que no se aplica. Pero no es claro que podamos hacer esto. Como reconocían los sofistas en la Antigüedad, un mismo rasgo puede ser bello en unos casos y feo en otros; una misma cosa puede ser bella en algunas situaciones y no serlo en otras. Quizá en lugar de asumir que se aplica a los objetos, podríamos que decir la belleza (u otras cualificaciones similares) se aplica(n) más bien a nuestra forma de experimentar objetos. Pero ésta parece simplemente una manera de disfrazar verbalmente el enigma de en qué consiste tener una experiencia estética. Desde otro frente, se ha intentado caracterizar a esta clase de experiencias como una fuente de ‘placer sostenido’: algo que nos motiva a seguir haciendo lo que hacemos (en contraste con el mero ‘placer de alivio’, que regresa al cuerpo a su estado normal después de un periodo de perturbación). Pero una misma actividad podría proporcionarnos ambos tipos de placer. Tal vez lo que caracteriza a la experiencia estética es que produce cierta emoción, o cierta clase de emociones. Pero esto no nos dice mucho, pues casi todo lo que hacemos está imbuido de emoción y la experiencia estética no siempre es algo emocionalmente cargado. Se ha pensado también que lo que distingue a la experiencia estética es que está desapegada de consideraciones prácticas y no apunta a un fin o finalidad, a diferencia de otras experiencias que tienen un valor ‘instrumental’ (son medios para otro fin). Sin embargo, en ocasiones la experiencia estética puede producirse también de manera instrumental (por ejemplo, cuando disfrutas una lectura que te asignaron como tarea).
Además de entender qué caracteriza a la experiencia estética, en el siglo XVIII se exploró cómo podría conectarse con los juicios estéticos. Suele asumirse que cuando hacemos apreciaciones sobre la apariencia de un objeto recurrimos a una facultad mental especial (o hacemos un uso especial de una facultad más general). A esta facultad (o a este uso de la facultad) se le denomina ‘gusto’. En apoyo de esta suposición suele señalarse que una apreciación adecuada de la apariencia de un objeto no puede basarse meramente en el testimonio de otras personas. Tampoco puede hacerse únicamente sobre la base de descripciones de propiedades físicas o formales del objeto. Se requiere tener una experiencia directa del objeto del juicio y experimentar una respuesta ante tal experiencia. Tales son el insumo y el resultado del ejercicio del gusto.
Tanto Hume como Kant rechazaron que por medio del gusto detectáramos cualidades estéticas objetivas. Sin embargo, ninguno de ellos suscribió la afirmación de que cualquier juicio estético fuese aceptable. Cada uno intentó hacer compatibles estos puntos de vista, respondiendo así a un profundo desafío filosófico. En el proceso, articularon de manera original e influyente un conjunto de preocupaciones que se habían manifestado intermitentemente durante más de dos mil años. Es por ello que, cuando se buscan los orígenes de la indagación filosófica sobre lo estético, al apuntar al siglo XVIII no sólo presenciamos un bautizo, sino un alumbramiento.