El surgimiento de los estados nacionales es el resultado de contingencias históricas. No obstante, se han ofrecido argumentos para sostener que las naciones ofrecen la escala política adecuada para perseguir los objetivos de la justicia. Pero ¿cómo caracterizar a la idea de justicia política?
Como sugiere Will Kymlicka, en la filosofía política contemporánea ha habido una eclosión del interés en el objetivo tradicional de encontrar la única teoría de la justicia verdadera. Una teoría así nos permitiría reconocer qué comportamiento es adecuado mediante el aparato del Estado, o qué puede hacerse para establecerlo. También permitiría discernir cuáles obligaciones morales son cuestión de responsabilidad pública, por lo que deberían ser impuestas a través de instituciones públicas.
Es común ubicar los principios políticos de las teorías de la justicia en un continuo entre izquierda (igualdad) y derecha (libertad), con varias combinaciones intermedias. Pero esta forma de pensar resulta cada vez más inadecuada, pues no distingue concepciones políticas y económicas, se aplica a áreas tradicionalmente dominadas por varones, e ignora el contexto histórico. También puede pensarse que en las controversias políticas se apela a valores últimos y contrapuestos: igualdad, libertad, acuerdo contractual, bien común, utilidad, derechos, androginia, etc. Estos valores plantean un desafío para desarrollar una teoría sistemática de la justicia. Pues, si existen muchos valores últimos potenciales, ¿por qué deberíamos seguir pensando que una teoría política adecuada puede basarse sólo en uno de ellos?
Sin embargo, quizá puede encontrarse un criterio compartido para evaluar estas teorías a partir de la idea más abstracta y básica de ‘igualdad’: la idea de tratar a las personas ‘como iguales’. “Una teoría es igualitaria en este sentido si acepta que los intereses de cada miembro de la comunidad importan, e importan de un modo igual. Las varias teorías de la justicia ofrecen maneras específicas de interpretar este sentido básico de igualdad: ingresos, riqueza, oportunidades, libertades. Al compararlas, tratamos de discernir el tipo concreto de igualdad que requiere la más abstracta idea de tratar a las personas como iguales. Al hacerlo, asumimos, como señala Kymlicka, que “si una teoría afirmase que algunas personas no tienen derecho a una igual consideración por parte del gobierno, si afirmase que ciertos tipos de personas simplemente no cuentan tanto como otras, la mayoría de las personas -en el mundo moderno- rechazaría esta teoría de inmediato”.
Aunque el utilitarismo es una concepción de la justicia que se desarrolló sistemáticamente desde el siglo XIX, ofreció una influyente respuesta al problema de la justicia. El utilitarismo sostiene que la política moralmente correcta es aquella que genera la mayor felicidad entre los miembros de la sociedad. Esta explicación no requiere suponer la existencia de entidades extravagantes -como Dios, el alma o la voluntad-; además, es consecuencialista, en tanto permite evaluar si una política genera un bien identificable.
El utilitarismo puede caracterizarse a partir de dos componentes: (a) una concepción del bienestar humano (‘utilidad’); (b) un precepto de maximizar utilidad, que otorga igual peso a la utilidad de cada persona. En este segundo componente se aprecia el carácter igualitario de esta teoría de la justicia; ¿captura adecuadamente el sentido en el que un gobierno debe tratar a sus ciudadanos con igual consideración? Antes de responder a esta pregunta podemos examinar varias maneras de intentar explicar la naturaleza de la utilidad: hedonismo (lo bueno es la experiencia o sensación de placer); estados mentales (hay muchos tipos de experiencias que son buenos); satisfacción de preferencias (lo bueno para alguien es lo que satisface sus preferencias); preferencias informadas (lo bueno es lo que satisface preferencias que realmente mejoran la vida de las personas). Ninguna de estas explicaciones parece adecuada. Contra el hedonismo y la concepción de estados mentales, Robert Nozick presentó el desafío de la ‘máquina de experiencias’. Aunque produjese experiencias placenteras o valiosas, esta máquina no nos ofrecería lo que es valioso en la vida. Por otra parte, no todas las preferencias son buenas, pues algunas son censurables; restringir lo bueno a preferencias informadas no pone límites a lo que podríamos considerar ‘utilidad’. Incluso si pudiéramos precisar qué es la utilidad, ¿deberíamos maximizarla? No es necesario que esta máxima rija nuestra conducta personal (como sugiere el utilitarismo moral exhaustivo); basta con que se aplique a la conducta de instituciones sociales (como sostiene el utilitarismo político). Además, no es necesario que haya un cálculo utilitario consciente, sino que puede aplicarse siguiendo reglas no utilitaristas (de manera indirecta).
Pero la máxima utilitarista no parece capturar un sentido de igualdad que se espera de una teoría de la justicia. Esto se debe, en parte, a que no reconoce que pueden surgir obligaciones hacia personas con las que se guardan relaciones especiales: no sólo importan las consecuencias futuras, sino también los derechos adquiridos en el pasado (por ejemplo, las deudas que se tienen con los acreedores). Por otra parte, el utilitarismo parece suponer que cada fuente de utilidad debe tener peso moral, que cada tipo de preferencia debe ser tenida en cuenta. Pero algunas preferencias parecen ilegítimas. Finalmente, el utilitarismo no captura adecuadamente la igual consideración de las personas. Aunque promueve estados que maximicen el bienestar, señala Kymlicka, “permite que algunas personas no sean tratadas como verdaderos iguales, sino como medios para los fines de otras personas”.