“Podrás recorrer el mundo,
pero tendrás que volver a ti”
-J. Krishnamurti
Arribo a Barcelona pasada la media noche, el buque navega en la neblina del puerto entre contenedores de mercancías y embarcaciones pesqueras, el clima nos bendijo con un trayecto tranquilo al cruzar el mediterráneo, en la travesía no pude dejar de pensar toda la historia de este mar milenario y los cambios históricos que sus aguas han presenciado desde la antigüedad hasta nuestros días, también en todas las vidas que engulle de los migrantes en busca de sueños para un futuro mejor, tal vez ahora mismo este mar sea una de las fosas comunes más grandes de Europa. Igual ver el atardecer en estas aguas refleja la vida, con qué placer y alegría se llega a puertos nunca antes vistos, las contradicciones a punto de Proa.
La ciudad me recibe con la Estatua de Colón apuntando con su dedo índice al nuevo mundo con una mezcla entre arrogancia y autoridad, aquí aun no la han removido -para evitar el eufemismo de reubicar-, subo al metro Drassanes y llegó de madrugada a mi hostal cerca de la Plaza Cataluña. Barcelona brilla con una luz propia, propia de un puerto que fue gloria y pujanza y una ciudad que tiene como terca constancia la reinvención por medio del conflicto y la inconformidad, me agrada. Veo el espectáculo de la Sagrada Familia, uno de los sitios más visitados del país, la Iglesia -como en las mayoría de los templos en este continente- cobra varios euros por visitar la casa de dios, por lo cual también parece que cada día hay más turistas que feligreses, seguramente que esto servirá para por fin concluir la gran obra de Gaudí y quitar del paisaje las grúas de construcción; los ángeles y los obreros dejaran de conversar del clásico Madrid-Barça, encuentro que esta vez ganaron los merengues en el Estadio Olímpico de Montjuïc, asisto al partido, veo a los jugadores saltar al verde campo, estoy eufórico, observó el encuentro apretujado junto con otros marginales del fútbol que alcanzamos a asomarnos desde una rendija de una de las puertas de acceso VIP. Sigo la sombra de Gaudí, en la Pedrera, en el Parc Güell con su imaginario de construcciones delirantes, el atrevimiento de jugar con lo sacro que a veces es la arquitectura y llevarlo a una dimensión artística inigualable; ahí su valor. Después un par de enemigos íntimos; Picasso y Miró, juntos en una exposición en el museo de Pablo en la calle Moncada; el arte unifica, rompe cualquier trinchera, nos lleva también a viajar, a recorrer y explorar nuevos mundos, a descubrir. Y ahí estás Barcelona, tan catalana, tan subversiva, con tu Generalitat, tu parlamento, tu hermoso Palau de la Música, con tus calles ensortijadas, con tu Barceloneta, tu Rambla, el vaivén de tu mar que siempre está revolcando nuevas olas.
Mochila, metro, autobús, caminata; tú siempre a mi lado, también aquí como desde hace tanto, mi compañera de viaje, de vida, ahora siento que esto se repite con otros aires, es un bucle que asoma nuevas figuras iluminadas por el sol proyectando sombras, llegó a Zaragoza, una España profunda; entro al El Tubo en el Barrio de San Gil y me pierdo entre bares que ofertan montaditos y chupitos, donde los fieles -que vienen de todas partes- recorren devotamente las calles rumbo a la Basílica del Pilar, visitó el palacio islámico de La Aljafería joya de la arquitectura mudéjar; una mezcla hispano-musulmán donde algún tiempo atrás unos jóvenes Reyes Católicos fusionarán sus reinados para germinar una nación y emprender decisivas aventuras, entre ellas la de escuchar a un genovés que les solicitaba tres carabelas para trazar una ruta comercial hacia las Indias, traerles nuevas especies, descubrir territorios en un viaje incierto hacia lo desconocido -como toda marcha que se precie de serlo-, materias primas, comercio, y ya de paso evangelizar a quien se pudiera, el resto ya todos lo conocemos. Las decisiones de cada persona que ha habitado en este planeta de alguna u otra manera nos impactan, trascienden el tiempo, a sabiendas o no de ello, por mínimo que sea cada hecho altera el rumbo de la historia. Zaragoza es amable, cálida, con sus ruinas romanas, su pasado musulmán y su cristiandad, con su Río Ebro que la serpentea. Me alojo en el primer hostal establecido en la ciudad ubicado muy cerca de la Basílica, debajo de este se encuentra un viejo sótano de bases romanas que siglos después albergaría la casa de un famoso y temido inquisidor, el cual seria apuñalado a los pies del altar de la Catedral del Salvador por asesinos pagos por judíos conversos; años después seria declarado santo. Confieso que no pude dormir nada bien en este lugar.
Y una mañana llegó a Madrid. Con su Plaza Mayor, su Palacio Real, sus jardines, sus avenidas, su aire aristocrático y señorial, todo aun lo decora una vieja pátina de altivez y gallardía, con su Palacio Real en donde se escuchan pasos distinguidos, nombramientos y ceremonias, cambio de guardias, caballos y toda la parafernalia que aún sostiene ideas monárquicas en pleno siglo de inteligencia artificial, con su Banco de España, su paseo de los Recoletos, su fuente de las Cibeles y su palacio, esta ciudad tiene la atmósfera que heredaron -con variadas interpretaciones- Buenos Aires, Lima, Bogotá, Ciudad de México, al recorrerla siento algo casi familiar, un origen, un punto de partida y de encuentro, ahí con su Zarzuela, su Templo de Debod, el Parque del Retiro, su Palacio de Cristal, la estación de Atocha, las heridas recientes, el 11M, sus madrileños, una ciudad cosmopolita entre su Gran Vía, Callao, Antón Martin, su Tirso de Molina y esquina Relatores en donde todas las mañanas al salir de mi hospedaje grito a mi vecino de enfrente; ¡Buenos días Joaquinillo! a un tal Sabina. Pocos momentos se alcanza este grado en la vida en donde tratar de describir la experiencia la vaciaría de sentido, solo se que quedarme casi a solas con el Guernica de Picasso en el Museo Reina Sofía fue un tormento redentor. Madrid es delirante, fiesta, noche, apertura, todo se puede en esta ciudad, eso sí, con elegancia y prudencia refinada, salgo a recorrer sus calles que siempre llevan a un lugar en donde siempre algo sucede, lugares engalanados en una mañana que un plebeyo forastero como yo venido de las tierras conquistadas observa con pasmo pasar a los Reyes en su Rolls-Royce, detrás de ellos la infanta y su hermana mayor la futura reina después de haber asistido al Congreso a jurar la Constitución por cumplir la mayoría de edad y jurarle lealtad al Rey, estas son esas cosas que solo también se suceden una vez, en una ciudad así, tan histórica, tan epicentro a fuerza de serlo, una ciudad soñada contigo de noche en el Palace, pongamos que hablo de Madrid.
Llegada a Toledo, más de dos mil años de historia, donde aparecen los romanos otra vez, fue capital del reino visigodo, emirato y puesto de mando de avanzada de los reinos cristianos contra los musulmanes. Sus mezquitas, el Alcázar, la iglesia de Santo Tomé, la Sinagoga, las murallas, son una resumen urbano de una historia compleja, tortuosa, dramática pero también de mezcla, de reinvención y convivencia, en lo que ahora parece casi un set cinematográfico entre espadas y armaduras forjadas por maestros artesanos desde la época medieval. Caminando por sus laberintos de estrechos pasajes empedrados con una intensa lluvia pienso en que todos nosotros somos como ciudades, cada uno con características que lo diferencian, construidos en base a nuestras historias, siempre influenciados, creo que somos como pueblos; llenos de esperanza, de fe, de luchas, de guerras civiles, de invasiones y conquistas, de conservadurismo a ultranza y revoluciones, creo en el fondo que siempre nos estamos derrumbando, construyendo -aunque sea con las mismas piedras- tal vez esto como a los lugares nos va dando identidad, carácter, la posibilidad de reinventarnos, de seguir, de ser y estar en el mundo.
Muy famosa, muy desconocida. Este es el eslogan de Sevilla, desde la primera tarde me atrapo con sus vericuetos de calles y su legendaria Torre Giralda; ya Cortes en sus cartas a los reyes la compararía en tamaño con el Templo Mayor de Tenochtitlan, aquí la aprecio a detalle en la calma de la tarde a la sombra de los naranjos. Ciudad de tradiciones, de ritos, con su río Guadalquivir quien supo ser el único lugar en todo el mediterráneo para comerciar con la Nueva España, su histórico Archivo de Indias, con su Barrio de Triana, su Plaza de Toros, tan conservadoramente taurina, tan pulcra, tan abigarrada, con su cante jondo, su flamenquito, con los ojos hermosos de esa gitana girando el cuerpo entre humo y el ritmo exacto de palmadas en el tablao. Con su Plaza de España construida para la Exposición Iberoamericana de 1929, agrupando en este espacio simbólicamente a estos pueblos, es también una de las múltiples imágenes de esta tierra, de un enclave armado en base a complejas alianzas de siglos, con identidades y tradiciones que en algún punto de la historia quedaron convocadas por este país de nombre España; con tensiones y conflictos profundos desde su génesis, que a lo largo del tiempo ha amalgamado en un territorio un conjunto de lenguas, costumbres y formas de concebirse, cada una tan altiva y tan humilde más que la otra.
Este Grand Tour -que emprendí algunos meses atrás- como lo denominarían en el Siglo XVII aquellos que decidían conocer el viejo continente, su arte, su cultura, sus raíces milenarias para tratar de ampliar el mundo, su mundo, llega a su fin en este texto escrito en Portugal, a la par de ello una parada de respiro, días de sol y maravillosas postales naturales en la región de Lagos, donde la inmensidad de la naturaleza y el mar superan toda obra humana. Lisboa me recibe con sus legendarios tranvías, paseo por horas en el mítico No.28; bajo y subo entre rieles y casas con azulejos, bohemia y nostalgia, el aire lo impregna la melancolía del puerto y la cadencia del idioma portugués, su catedral, sus miradores de luz ámbar, sus colinas que se difuminan con el Río Tajo, su Barrio Alto, el Castelo, Alfama, la Baixa. Lisboa es una ciudad diferente entre las diferencias, especial, anclada a su pasado, a su vejez que rejuvenece en cada amanecer. Aquí quisiera desdoblarme, hablar en todas las lenguas, pensar con diversas identidades, escribir con decenas de historias personales, observar y sentir el mundo en cada lugar con una multiplicidad de miradas como el gran poeta portugués Fernando Pessoa con sus heterónimos; voy a la casa donde falleció y le rindo un humilde homenaje. Tal vez en algún punto viajar es eso; desdoblarnos, multiplicarnos, ser varios personajes descubriendo ideas, sentimientos, a lo largo de los años y de los viajes creo que en lo recóndito de nosotros en cada experiencia, de cada lugar nos llevamos un esencia única la cual se impregna en alguna parte de nuestro ser.
El texto termina aquí, a horas del vuelo de regreso a México, vuelvo a casa, vuelvo para trotar el mundo, una vez más, otros mundos, mis mundos.
Epílogo
Esta es la última columna después de 10 años de estar escribiendo en este diario -la primera apareció un lejano noviembre de 2013- solo hay agradecimiento fraterno para el mismo, admiración por seguir adelante y buenos deseos, ha sido un orgullo y una aventura balbucear palabras y trazar ideas en el aire. Llevaré esta etapa en lo profundo de mi corazón. Gracias a todos por leer, gracias por estar. Gracias.