Debo confesar que hará un tiempo que no experimentaba este tipo de felicidad, hace un mes aproximadamente que pude comprar, desempacar e instalar un lavavajillas, ese pequeño lujo pequeñobu, como dijeran mis amigos izquierdosos, los de a de veras, aquellos que invocaban al Che, ensalzaban la revolución cubana y reprochaban al capitalismo; pero no lo hacían de palabra, eran consecuentes y rehuían la parafernalia de la derecha, es decir no usaban ropa de marca, su outfit era guerrillero, simple y sin complicaciones. Hoy, la izquierda trae MasterCard en la bolsa, su ropa es de cualquiera de estas marcas masivas y protegen sus ojitos con lentes originales; no puedo sino desconfiar de tanta hipocresía.
Siempre he sido de la clase media aspiracionista, por eso hace unos meses, y después de ver el problema que era en la familia la acumulación de trastes sucios, decidí investigar la posibilidad de un lavavajillas que nos ahorrara la fatiga. Cabe aclarar que en lo personal odio lavarlos, por lo que en los distintos equilibrios del hogar, a mi esposa le tocaba esta parte. Así que, una vez que consulté muchas páginas webs, todo parecía indicar que obtener un aparato de estos era lo mejor del mundo mundial, no solo se trataba de abandonar esa parte física del trabajo hogareño, sino de un considerable ahorro de agua, lavarlos a manos provoca un gasto excesivo, según prácticamente todas las fuentes consultadas.
Armado de mi tarjeta de crédito y después de analizar las distintas opciones -créditos y posibilidades- decidí por un aparato de nueve servicios, que además pude comprar a once meses sin intereses, estás ofertas que pululan y que se basan en el cálculo del banco de que muchos de los compradores no podrán pagar, y entonces sí, los intereses moratorios rayan en el anatocismo. Una vez adquirida, venía el siguiente punto complicado, conseguir instalador; pero siempre he contado con mi plomero de confianza, Arturo Cavazos, quien es eficiente y eficaz; la experiencia como amo de casa (me toca cocinar y que la casa esté en buenas condiciones) me ha llevado a concluir que hay dos cosas fundamentales en la vida: la muchacha que te ayuda y el plomero que te saca de problemas cuando cualquier cosa relacionada con el agua (¡no tienen palabra de honor!) te deja sin el vital líquido.
Ahora la vida es otra, el escuchar su silencioso murmullo de chorros de agua, saber que, mientras yo estoy tranquilo recostado después de comer, el aparato hace el trabajo que de otra forma nos llevaría unos 15 o 20 minutos, me llena de paz; cierto, tienen un problema: a veces no dejan al cien por ciento limpios los cacharros de cocina; esto provocó que algunos miembros de la familia se quejaran de este, mi nuevo amor. Inicialmente me quise estresar por los reclamos, revise el manual de uso, ajuste el detergente, compré el enjuague sugerido. Pero la solución la encontré en un viejo adagio o mantra, que he usado y me parece que es la solución a casi todos los conflictos que pudieran aquejarnos durante la vida: si no es mi problema, no es mi problema. La respuesta fue contundente: al que no le guste, lave su propio traste. Se han acabado las quejas y el cien por ciento del núcleo familiar ama tanto el enser doméstico como yo.
Aunque soy un convencido de que la tecnología está aquí para hacernos la vida más fácil, a veces he rehuido de los distintos adelantos, parece que no pero la edad nos hace rejegos al cambio, esa fue una de las razones por las que llegué tarde por ejemplo a esto del lavavajillas, a los relojes inteligentes o a la estupenda kindle; y ahora entiendo que estos inventos no desplazan a otros objetos maravillosos, solo los complementan. Así que, mientas escribo esto escucho que el ciclo de lavado ha terminado, y ya que aún no hay robots de servicio, cierro esta columna para ir a sacar los trastes y acomodarlos en su alacena, saboreo las mieles de la pereza y pienso ¡que dios bendiga las lavavajillas!