Favela chic | Acapulco 78 por Gabriela Lira - LJA Aguascalientes
21/11/2024

Entre los recuerdos musicales de mi adolescencia, puedo evocar con nitidez la letra de una canción que mi hermano y yo solíamos escuchar en 2003, cuando vivíamos en Toluca, lejos de las costas del Pacífico y el arrullo de sus olas: “Hoy despierto y me parece que aún sigo soñando, puedo oír al mar llamándome…”. Interpretada por el grupo Fase, Acapulco 78 hace una oda a la vida cotidiana, donde la felicidad individual y colectiva está íntimamente ligada a elementos del entorno marino, como el sol, la playa y el atardecer. Alma Velasco, la bella exvocalista de la banda, celebra extasiada que “en las noticias ya no hay nada de qué hablar, porque en el mundo todo tiene su lugar”. Todo lo contrario a las imágenes apocalípticas que han circulado en redes sociales desde la semana anterior, cuando el huracán Otis quiso borrar del planeta este destino turístico, escenario de películas y novelas que ya forman parte de nuestro bagaje cultural, como Por la libre, de Juan Carlos de Llaca, o Dos horas de sol, de José Agustín.

Quienes estamos bien familiarizados con el puerto sabemos que ahí llueve sobre mojado. La tragedia actual se suma a un interminable eslabón de infortunios que han azotado la localidad, presa de una auténtica maldición gitana. Cuando no es la furia de la naturaleza, son la criminalidad y la corrupción las que atentan de continuo contra residentes y turistas. Luego de conducir tres horas por carretera y con antojo de probar el rico pozole estilo guerrero, el 7 de septiembre de 2021 me dirigí a un viejo local de la costera Miguel Alemán. Frente a la luz roja del semáforo, mi auto se agitó de repente con la intensidad de una olla exprés a punto de estallar. Me sujeté con fuerza del volante para no rebotar, pues nos sacudía un terremoto de 7 grados. En medio de un apagón generalizado y sorteando las rocas gigantescas que rodaron sobre la Escénica, muchos vacacionistas huyeron en desbandada hacia la CDMX. Como el edificio de mi departamento sufrió fallas estructurales, tuve que resguardarme en mi vehículo, muerta de susto por las más de cien réplicas registradas en el transcurso de la madrugada. Al día siguiente amanecí en una ciudad fantasma: muy poca gente circulaba por las calles y ni un solo comercio, ni siquiera un triste Oxxo, abrió sus puertas. Sola con mi soledad, sin un sitio donde comer, beber e ir al baño, las actividades más indispensables, tuve que emprender la retirada también, a sabiendas de que había deslaves en la autopista del Sol.

Pese a la huella que dejó en mi memoria ese incidente, sus secuelas no se comparan ni de lejos con las del huracán Otis y nadie como los sobrevivientes para describir las angustias que han soportado al desplomarse las frágiles certezas que nos mantienen en pie: “Veo a la gente y me parece que aún sigo soñando, en sus ojos yo me puedo ver”, reza la canción de Fase. Tampoco hay que idealizarlos, pues los acapulqueños se han ganado fama de mecha corta y yo misma he podido atestiguar en mi trato con ellos cómo, a la menor oportunidad, hacen gala de un carácter hostil y bravucón. ¿Pero cómo no habrían de tener mal genio, cuando se perpetran a su alrededor balaceras o incendios de camiones y taxis a plena luz del día y en avenidas concurridas, cuando su fuente de ingresos, muy modesta en la mayoría de los casos, depende de la naturaleza circundante, que puede tornarse de buenas a primeras tan amenazadora y destructiva como los sicarios que cobran derecho de piso? El huracán Otis sólo es la cereza del pastel en la que ya ocupa el puesto de la segunda ciudad más peligrosa del mundo.

Aunque no vivo en Acapulco, el lunes pasado mi corazón dio un vuelco cuando recibí por medio de WhatsApp las primeras noticias del siniestro, del que nadie nos advirtió en los grupos de condóminos. Teníamos la esperanza de por nuestra ubicación, a diez minutos de la playa más cercana, no sufriéramos los estragos de las construcciones situadas frente al mar. Pero nos quedamos de una pieza al mirar las primeras fotos que nos compartió un vecino en cuanto se conectó a internet: para empezar, el huracán hizo trizas la entrada del fraccionamiento y arrancó de raíz un árbol bastante grueso plantado enfrente. Corrieron con idéntica suerte las palapas de las albercas, así como los cristales y la mampostería de los departamentos, cuyos muebles y accesorios se dañaron también por la irrupción del viento y el agua. Pertenezco al pequeño porcentaje de viviendas a las que de puro milagro no se les reventaron los ventanales ni sus marcos, pero no puedo cantar victoria cuando la infraestructura de la ciudad entera quedó en ruinas. El clima de inseguridad y la falta de servicios básicos aún me impiden pisar el terreno para examinarlo con mis propios ojos y hacer un recuento preciso de los daños.

Mataron a la gallina de los huevos de oro”, se lamentó un amigo en diciembre pasado, cuando nos llegó un hedor nauseabundo mientras recorríamos el Revolcadero en vísperas de Año Nuevo: venía de una tubería que descargaba aguas negras sobre el mar. Sin una buena inversión en plantas de tratamiento, no es de extrañarse que algunas de sus playas figuren ya entre las más sucias del país. Pero bien dice un dicho: “La que tuvo, retuvo” y el puerto no es la excepción, con todo y su olor ocasional a huevo podrido. Justo ayer pude comprobarlo en las imágenes áreas captadas por un helicóptero que sobrevolaba Diamante. Aunque el reportero hacía énfasis en los estropicios, no reparó en la luz del atardecer, que caía esplendorosa sobre los hoteles en obra negra; tampoco en el mar, de un azul majestuoso, que por fin dormía en calma y sin sentimientos de culpa. A pesar de los golpes bajos que ha recibido desde todas direcciones, ya sea por acción del hombre o de la naturaleza, Acapulco se resiste a perder por completo ese encanto que lo convirtió en escenario de mis vacaciones familiares desde que era una niña risueña y jugaba con mis hermanos en Caleta. Será ese esplendor, esa majestuosidad, la que un día nos restituya tal vez el que ahora llaman con tristeza un “paraíso perdido”.  


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