Como les comenté hace un par de meses, este mes cumplo 8 años de escribir en este espacio casi todas las semanas. Según un conteo rápido, 409 columnas. Estoy agradecido con mi editor y el diario: siempre se me ha dado absoluta libertad para expresar mis ideas y apoyarlas con razones. Es mucho más de lo que puedo pedir. Esta semana recupero una de las columnas de mi primer año, pues expone la actitud que siempre busco tener mientras escribo, y de mis interlocutores cuando me leen. El agradecimiento es sobre todo a mis lectores.
Hace algunos meses estuve presente en una reunión, que suponía diálogo entre dos partes en conflicto: una parte, que ostentaba el poder, y otra que pedía al poderoso reconsiderar una decisión ya tomada. En algún momento, uno de los sujetos de la parte afectada cuestionó a su interlocutor: “Llevamos dos horas hablando. Hemos expuesto nuestros argumentos y hemos escuchado los suyos. Si usted no está dispuesto siquiera a poner en duda su posición, cualquier diálogo es inútil y no vale la pena perder más tiempo”. La respuesta fue contundente: “Yo sé que no estoy equivocado”.
¿Qué supone una situación como la anterior? En efecto, una forma común de resolver conflictos de creencias -y una muy efectiva- consiste en la imposición. Quienes en una situación particular tienen poder, pueden optar por esta forma de solución. Imponerse es económico. Se ahorran tiempo y recursos cuando la decisión la toma uno solo, incluso cuando la toma un pequeño grupo con intereses comunes; sin embargo, la imposición es una forma de violencia. Imponerse supone violentar la voluntad de la parte contraria, supone ignorarla, no reconocerla, negar su autonomía y su capacidad tanto de racionalidad como de acción. Además, el poder no es eterno. Ningún ser humano dispone de la seguridad de que su posición social sea inmutable. Imponerse, por tanto, no resuelve definitivamente el conflicto: lo aplaza.
Aristóteles sugería evitar discutir con los necios: con aquellos que a toda costa quieren tener la razón. En suma, con aquellos que no están dispuestos a poner en duda sus propias creencias. Discutir con ellos -afirmaba- no es elegante. Borges, en su relato “Los teólogos”, llamó -no sin ingenio- “secta de los monótonos” a los sujetos que siempre quieren más y más de lo mismo: aquellos que operan en círculo, que evitan cualquier contraste, aquellos que tiemblan de pavor ante lo distinto. Pero es frente a lo extraño, frente a lo diferente, que se da el progreso moral. Así, el dogmatismo de los infalibles y monótonos no sólo aplaza la violencia, sino que impide detectar los yerros, y a la postre nos petrifica e impide cualquier avance.
Frente a este panorama, de cerrazón y endogamia, la única opción es defender a ultranza la cultura del debate y el diálogo: la cultura argumentativa. Como bien ha señalado Carlos Pereda, en innumerables ocasiones los poderosos, los impotentes, los escépticos y los dogmáticos están más allá de cualquier argumento: no lo necesitan. O bien violentan o son violentados. En cambio, dejarse guiar por los argumentos, actuar bajo el peso de las razones, supone la conciencia de nuestra esencial falibilidad: siempre podemos equivocarnos. Y nuestra mejor guía para actuar son las mejores razones de las que podamos disponer. Para ello se requiere que el otro nos cuestione, se nos oponga, sea para reafirmar nuestra posición de una manera mucho más racional, sea para que la abandonemos y adoptemos una nueva. De este modo, ningún tema es lo suficientemente trivial o peligroso para no ser discutido: argumentar siempre es un ejercicio que de suyo supone progreso moral.
Una amenaza adicional a la cultura argumentativa radica en la configuración de algunas de nuestras sociedades. Las ciudades y pueblos que no fomentan la pluralidad son espacios fantasmas: han convertido sus tradiciones y modos de operar en viejas reliquias que han perdido su fuerza y capacidad de adaptación al presente. Tales fantasmas se convierten en dogmas: creencias que mujeres y hombres suponen infalibles e incuestionables. La xenofobia es la actitud de los rancios.
Pero la cultura argumentativa no puede desarrollarse sin el fomento de una virtud argumentativa imprescindible: el falibilismo. Actuar de modo falibilista supone la conciencia de que en cualquier momento podemos estar equivocados y podemos estar actuando mal. Al falibilista no le asusta la discusión, no rehúye al debate, no teme a la pasión y a las emociones involucradas en la confrontación racional: busca el diálogo siempre que pueda darse. Le preocupa estar justificado para creer aquello que cree y desear aquello que desea, y para ello sabe que su diálogo y reflexión interna nunca serán suficientes. Por tanto, el falibilista es un cosmopolita: ama lo distinto, lo extraño, lo diferente. Antes que temor, siente fascinación ante el otro. No lo ignora, por el contrario: busca siempre conocer sus razones, atender a sus motivaciones y prestar atención a su visión del mundo. Así, no nos extrañe que el falibilismo sea consustancial al progreso científico y a la configuración política y social de la democracia. Lo contrario siempre será el dogma, el ejercicio ciego del poder y la violencia en sus múltiples formas.
Así que exijamos a los necios falibilismo, ¡por favor!