El fanatismo, como casi todas las palabras -ismo, indica desmesura. Moralismo, malinchismo, fetichismo, conservadurismo: términos que describen una colección de creencias, deseos, actitudes y acciones desmesuradas.
Cada palabra -ismo -con sus notables excepciones, como ‘falibilismo’, que indica la mesura entre el dogmatismo y el escepticismo- señala un conjunto particularísimo de colores dentro del prisma de la desmesura.
El moralista cree que su forma de vida, y sus creencias en torno al mérito, la culpa, la bondad, la maldad y la responsabilidad son las únicas correctas. El malinchista cree que lo local siempre es menos valioso. El fetichista venera con exceso a sus objetos, al punto de otorgarles incluso poderes sobre el mundo, los otros y sí mismo. El conservador conserva sin juicio, incluso lo que merece la pena abandonar definitivamente, así como teme nerviosamente al cambio y la innovación. Ahora bien, ¿cuáles son los colores propios del fanatismo?
El fanatismo es desmesura por antonomasia. El fanático suele ser un dogmático: cerrado a cualquier posible diálogo, defiende con una pasión desbordada sus creencias, particularmente políticas, morales o religiosas. Da igual si es vegano, no fumador y atleta, u homofóbico, machista y puritano. El fanatismo se da igual en la derecha o izquierda, en el progresismo o en el conservadurismo, en el liberalismo o en el comunitarismo.
Contra el fanatismo, del gran Amos Oz, es una radiografía brillante y profunda sobre la semilla del fanatismo. Su diagnóstico: “El fanatismo surge por doquier. Con modales más silenciosos, más civilizados. Está presente en nuestro entorno y tal vez también dentro de nosotros mismos. ¡Conozco a bastantes no fumadores que te quemarían vivo por encender un cigarro cerca de ellos! ¡Conozco a muchos vegetarianos que te comerían vivo por comer carne! (…) Desde luego, no estoy diciendo que cualquiera que alce su voz contra cualquiera sea un fanático. No estoy sugiriendo que cualquiera que manifieste opiniones vehementes sea un fanático, claro que no. Digo que la semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo (…) Creo que la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar. En esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar a la esposa, de hacer ingeniero al niño o de enderezar al hermano en vez de dejarles ser. El fanático es un gran altruista. A menudo, está más interesado en los demás que en sí mismo. Quiere salvar tu alma, redimirte. Liberarte del pecado, del error, de fumar. Liberarte de tu fe o de tu carencia de fe. Quiere mejorar tus hábitos alimenticios, lograr que dejes de beber o de votar. El fanático se desvive por uno. Una de dos: o nos echa los brazos al cuello porque nos quiere de verdad o se nos lanza a la yugular si demostramos ser unos irredentos. En cualquier caso, topográficamente hablando, echar los brazos al cuello o lanzarse a la yugular es casi el mismo gesto. De una forma u otra, el fanático está más interesado en el otro que en sí mismo por la sencillísima razón de que tiene un sí mismo bastante exiguo o ningún sí mismo en absoluto”.
En diversas ocasiones he defendido que la única forma de combatir el fanatismo es mediante el falibilismo: actuar como si cualquiera de nuestras creencias pudiese ser falsa. Sólo mediante el falibilismo podremos desechar la actitud de superioridad moral que a cada uno de nosotros a veces nos vuelve un fanático.