¿Qué soy? Una cosa que piensa. ¿Qué significa esto?
Una cosa que duda, que conoce, que afirma, que niega,
que quiere, que rechaza, y que imagina…
René Descartes, Meditaciones metafísicas.
Je pense, donc je suis
René Descartes no fue longevo. Murió el 11 de febrero de 1650, un mes y días antes de cumplir 54 años. A pesar de ello, como seguramente sabe usted, el filósofo y matemático galo tuvo modo y se dio tiempo de dejar una profunda impronta en el pensamiento occidental. A la fecha, muchas de sus ocurrencias siguen enseñándose obligatoriamente en las escuelas de todo el mundo: por ejemplo, es imposible terminar la educación media sin entender cómo funciona un plano cartesiano, y aunque la ciencia hoy lo tiene más que superado, el dualismo -la idea de que la mente (res cogitans) y el cuerpo (res extensa) son entidades separadas e independientes entre sí- sigue siendo parte esencial de la cosmovisión de la mayoría de las personas en Occidente. Junto con el polaco-prusiano Copérnico (1473-1543), el pisano Galileo Galilei (1564-1642), el también astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630), y posteriormente los ingleses John Locke (1632-1704) e Isaac Newton (1643-1727), Descartes protagonizó la explosión de la llamada revolución científica. Además, tenemos que ubicar al autor de obras tan influyentes como Discours de la méthode o Les passions de l’âme como uno de los pilares del individualismo moderno. Porque uno puede -de hecho, debe hacerlo y metódicamente- dudar de todo, menos de que uno mismo es quien duda: “Puede ser que lo que veo no exista en realidad; puede ser que ni siquiera tenga ojos con los que creo ver algo, pero no puede ser que cuando vea o cuando yo piense que vea, yo mismo no sea algo al pensar” (Meditaciones metafísicas). Cogito ergo sum.
Sueño profundo
El primer biógrafo de Descartes, el teólogo Adrien Baille (1649-1706), publicó en 1691 La vie de Monsieur Descartes, libro en el que, entre otras cosas, informaba que don René había fallecido en Estocolmo, mientras se hallaba trabajando como tutor de la reina Cristina de Suecia. El filósofo no murió en el castillo Tre Kronor, sino en la mansión de Pierre Chanut, el embajador de Francia en Suecia. Como causa del óbito, Baille consignó neumonía, dando crédito a lo que reportó entonces Chanut. Por su parte, el médico de la monarca sueca, Johann Van Wullen, estableció que lo había matado una perineumonía. Más de tres siglos después, en 1981, Eike Pies -un alemán que estudió medicina, teatro, filosofía, historia e historia del arte en la Universidad de Colonia- localizó una carta de Van Wullen fechada poco después de la muerte de Descartes, en la que describe los síntomas que había presentado el pensador francés antes de morir: todo comenzó con un sueño profundo, que lo mantuvo sin probar alimento ni tomar agua durante días, enseguida sufrió agitación, náuseas, mareos, fiebre, hipo y vómito negro. Pies planteó la tesis de que Descartes había sido envenenado. En Der rätselhafte Tod des René Descartes (2009), Theodor Ebert, otro estudioso alemán, respaldó la hipótesis de que Descartes fue envenenado, específicamente con arsénico, y señaló como culpable a un capellán católico conservador llamado François Viogué, con quien el matemático francés se confesaba -y sí, la hipótesis es que le suministró el veneno en la hostia-.
Los tres sueños
También por Adrien Baille sabemos que si Descartes modificó el curso de la filosofía occidental -inauguró la filosofía moderna- fue gracias a que tuvo tres sueños la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619…, al menos según él mismo. El biógrafo supo de todo esto gracias a un relato que el filósofo incluyó en el inicio de un texto titulado Olympica, y del que dio cuenta, parafraseándolo. Sabemos que, al servicio del príncipe Mauricio de Nassau, Descartes se encontraba en Ulm -ciudad cercana a Baviera, en la que 260 años después nacería Albert Einstein-, en una habitación templada por una estufa.
Primer sueño. Descartes camina, atosigado por fantasmas. Ellos primero y después un torbellino lo obligan a caminar inclinado sobre su lado izquierdo. Avanza hasta que encuentra un colegio, al que entró para refugiarse. Dentro, busca la capilla, y entonces “vio en el medio del patio… a otra persona, que lo llamó por su nombre de manera cortés y amable, y le dijo que se encontrara con el Señor N., que tenía una cosa para darle. El señor Descartes imaginó que era un melón que habían traído de algún país extranjero”. El viento amainó y él despertó.
Segundo sueño. “Creyó escuchar un ruido agudo y estruendoso, que tomó por un trueno. Del susto se despertó en ese mismo momento; y al abrir los ojos, vio montones de chispas de fuego esparcidas por la habitación”.
Tercer sueño: encontró un diccionario, y enseguida otro libro, Corpus Pôetarum, una antología de poesía. Lo abrió en la página en la que encontró el verso Quod vitae sectabor iter? [¿Qué camino he de seguir en la vida?]. Apareció un desconocido, que le mostró un verso: Est et Non [Sí y No]. “En ese momento, los libros y el hombre… se esfumaron de su imaginación, aunque sin despertarlo […] Dudando de si lo que acababa de ver era un sueño o era real, […] decidió tomarlo por un sueño, […] hizo […] la interpretación antes de que lo abandonara el sueño nuevamente”.
Lo que más me llama la atención de las tres narraciones es que, al término del tercer sueño, el propio soñador, René Descartes, antes de despertar, lo interpreta. Desafortunadamente no sabemos puntualmente cómo. Quien bien podríamos considerar la máxima autoridad en el arte de la interpretación de los sueños, el doctor Sigmund Freud, fue alguna vez consultado por Maxime Leroy al respecto, pero el padre del psicoanálisis se negó: no tiene sentido interpretar un sueño más que a partir del testimonio directo del soñador. Sabemos, eso sí, que él, René Descartes consideró entonces que a través de esos sueños un espíritu, “el espíritu de la verdad”, le había revelado una nueva filosofía. Il a rêvé, il a pensé, puis il a existé…
@gcastroibarra