Hay quienes consideran que la suerte es algo que debemos aceptar y con lo que sólo hemos de convivir. Negarla es irracional, y les sobra razón. Nuestra vida está lejos de estar bajo nuestro control. Somos una bolsa arrastrada por los caprichos del viento —hermosa imagen cinematográfica de American Beauty—, poco más. ¿Cómo la vida de un frágil animal en un rincón del cosmos puede osar el colocarse por encima de fuerzas que están por encima incluso de su comprensión? ¿Cómo una mente desordenada y fustigada por nimiedades puede prever todas las consecuencias de su acción? Tyché, la diosa de la fortuna, sería la deidad primordial: la que al final guía el destino humano. Casi todo depende de la buena o mala suerte. La vida es un juego de azar. Así, ¿para qué hacer planes?, ¿para qué acometer cualquier empresa?, ¿con qué objetivo proyectar un futuro, incluso inmediato? ¿Para qué amar, si la vida nos arrebatará al ser amado?
Este escepticismo les va bien a los mejor acomodados: a quienes la cuna de oro les ha otorgado un manto de protección, nunca infalible (aunque no lo comprendan), con el cual mirar los derroteros de los menos afortunados. Para ellos luchar contra la suerte resulta un sinsentido. Al final, una catástrofe, una enfermedad grave, un despido, una desventura siempre encuentran en sus vidas un mullido y cómodo salvavidas. No minimizo sus problemas ni cuitas. El corazón humano se aflige de infinidad de formas y con una pluralidad de matices. No obstante, minimizar la guerra humana contra la suerte, claudicar ante la posible mala fortuna es la actitud de los privilegiados.
Los humanos somos damnificados del mundo externo y su fuerza, de los otros y su fuerza, de nosotros mismos y nuestra fuerza. Lo sabían los rapsodas homéricos y lo leyó bien Simone Weil en su sublime ensayo sobre la Ilíada. Nos asaltan huracanes, sequías, tornados; nos oprimen quienes ostentan el poder y toman decisiones que nos afectan; sucumbimos ante nuestros propios pensamientos irracionales y nuestras emociones incontrolables. ¿Se puede hacer frente ante la diosa fortuna?
El optimismo frente a las tormentas de la vida es incluso más repugnante que el escepticismo de los privilegiados. El coaching, la autoayuda que reboza una subnormal esperanza, las pseudoteorías y pseudoterapias que promueven el omnipotente poder de la mente son placebos casi siempre ineficaces ante la tragedia. Nos piden que decretemos, que creamos, que pongamos en marcha ese plan que nos llevará al éxito, el amor, la salud y el florecimiento. Si fallamos no es culpa de su inmunda estrategia de engaños: es culpa nuestra por no tener fe suficiente en nuestros propósitos. No es la suerte nuestro victimario, sino nosotros mismos y nuestra debilidad mental y emocional. Una manera mucho más elegante y fina de tejer sobre este optimismo se lo debemos sobre todo a algunas religiones: aquellas que ven en esta vida un valle de lágrimas, pero nos prometen otra vida en la que las consecuencias de nuestras acciones serán proporcionales a la calidad moral de nuestros actos. Así debemos entender el “Muero porque no muero” de Teresa, el poema más esperanzado a partir de la desesperanza de esta mundana y triste existencia.
Frente a estos extremos, como casi siempre, es el realismo la posición más sana y sensata. Aunque en este caso el realismo puede ser el primo hermano más perspicaz del escepticismo ramplón y desinteresado. La suerte es indiscutible y muchas veces incontestable. La vida de nuestra especie animal es frágil física y mentalmente. Somos esclavos de la fuerza. No obstante, siempre es posible revelarse hasta cierto punto. Es la suerte uno de los conceptos clave para leer nuestra historia cultural, la historia evolutiva de nuestra especie y la historia de la civilización humana. ¿Qué es el Estado sino nuestra lucha contra los embates de la suerte del estado de naturaleza?, ¿qué es la ciencia sino una práctica que nos brinda comprensión y nos permite predecir en cierto grado el futuro? ¿Debemos conformarnos con el statu quo? Los economistas que protegen los intereses de las élites nos tratarán de vender que cualquier intento redistributivo está condenado al fracaso; los conspiranoicos alzarán sus alarmas en contra de los avances científicos y sus pronósticos. Cualquiera de estas actitudes claudica de manera alarmante frente la fuerza; la historia de lo mejor de nuestra especie es una lucha permanente y nunca acabada contra ella.
Son el estado de derecho y el conocimiento los mejores aliados de los realistas, aunque no los únicos. La fuerza de la suerte encontró en este frágil animal a un débil pero inquebrantable adversario.