Podemos representarnos cualquier cosa casi como cualquier otra. Los anillos de un árbol pueden representar su edad; una bandera o un himno, a una nación; una declaración política, una agresión o una alianza; algunos cuantos acordes musicales, pena, alegría o esperanza; una expresión facial, irritación, calma o dicha… Stanley Kubrick usó esta maleabilidad de la representación para jugar con la Novena de Beethoven. Quién no recuerda los acordes felices, llenos de esperanza y dicha, usados para musicalizar la «hiperviolencia», como Burgess la llamara en su novela Naranja mecánica.
Los ejemplos son innumerables y sólo nos indican algo: que el hombre tiene la capacidad de representarse el mundo —incluso un mismo hecho— de inimaginables e ilimitadas formas. La paradoja que planteo es la siguiente: ¿sucede así con la violencia?
Frente a decapitaciones, genocidios, violaciones, pareciera que no queda más que el silencio desesperanzado o el juicio reprobatorio. Y es así, pero sólo bajo una perspectiva.
Desde otra, más indirecta, la representación de la violencia estimula la imaginación moral. Y con ello no sólo busco enunciar una tesis provocadora. Quizá alguno de los lectores recuerde que Quentin Tarantino, hace algunos años, mientras le cuestionaban el uso indiscriminado de la violencia en sus películas, respondía con desenfado: «Yo combato la violencia con más violencia». Y con ello tampoco creo que Tarantino buscara sólo provocar al entrevistador. Una forma de decir lo mismo, evitando posibles malentendidos, sería la siguiente: sólo la representación de la violencia nos hace conscientes de la violencia.
Quisiera aclarar el énfasis que hago en la oración anterior. Que la representación de la violencia nos haga conscientes de ella significa algo como lo siguiente: que sólo frente a la representación de la violencia, dada nuestra falta de compromisos referenciales con el hecho violento, adquirimos la distancia necesaria para enfrentarla de una manera menos subjetiva. Es frente a la representación violenta, y no frente a la violencia padecida, que somos capaces de realizar juicios éticos. Por ello, la representación de la violencia es indispensable.
Aun así, quisiera evitar el polo contrario: la indiferenciada y masificada representación de la violencia nos puede volver insensibles a la misma. El argumento es un lugar común. Por ello, tampoco apuesto por cualquier tipo de representación. No abogo por el bombardeo mediático ni la rigidez y esquematismo de los noticieros. Por eso mismo, hace falta el arte: la narración con palabras o imágenes filtradas por la imaginación.
Escribo estas líneas en un momento difícil. México es uno de los países más violentos e inseguros del orbe. Resulta preocupante echar ojo a los titulares de los diarios más importantes del mundo. México figura en las cabezas de las notas principales. Así, no es raro que muchos de nuestros hombres de letras tampoco sean ajenos a una sensibilidad del tipo que defiendo: J.M. Servín, Bernardo Esquinca, Élmer Mendoza, Luis Humberto Crosthwaite, Eduardo Antonio Parra… México, un país indudablemente violento, estigmatizado por la corrupción, por malos gobiernos, por el narcotráfico, por complicidades e intereses privados, por fortuna al menos cuenta con celosos e imaginativos guardianes de la memoria.
Termino ahora sí con una provocación: los más interesados celadores de las buenas costumbres, muchas veces (al menos, no pocas) suelen figurar como protagonistas de las historias más terribles: sacerdotes pedófilos, gobiernos coludidos con el crimen organizado, policías corruptos… No me suena extraño que ellos sean los más interesados y los principales críticos de la representación violenta. Ella es capaz de luchar contra el olvido al que estos hombres y mujeres ilustres destierran a la violencia real y padecida.