La cuestión sobre la adversarialidad la han discutido sobre todo los argumentólogos y de manera reciente. No obstante, algunos otros debates en filosofía podrían enmarcarse en los mismos términos.
En epistemología social, por ejemplo, los epistemólogos suelen preguntarse por el tipo de interacciones entre individuos que promueven la obtención de bienes epistémicos. La epistemología del desacuerdo se concentra justamente en un tipo de interacción presuntamente problemática para los agentes epistémicos: el desacuerdo. Por un lado, hay quienes piensan que reconocer que estoy en desacuerdo con un interlocutor —uno que está igual de bien informado que yo y que es en general igual de inteligente que yo para evaluar dicha información— quizá debería llevarme a revisar mis creencias sobre las cuales disiente. Hay quienes, por el contrario, piensan que debería aferrarme a mis creencias, incluso cuando se presentan ese tipo de desacuerdos y me percato de ellos. Así, podría pensarse que el desacuerdo puede motivar interacciones adversariales. ¿En qué medida alguien que disiente conmigo es mi adversario?, o ¿es mi aliado? Algo análogo sucede con las interacciones testimoniales. ¿Debo dar crédito a lo que alguien me dice en ausencia de razones para desconfiar?, o ¿necesito razones adicionales al mero testimonio para darle mi crédito? La epistemología ha transitado rutas individualistas en extremo, por lo que cualquier insumo epistémico adicional a los que dispongo por mi propia cuenta —como la percepción y el razonamiento— suelen verse como problemáticos. Desde un punto de vista menos individualista y más social, tanto el desacuerdo como el testimonio pueden concebirse como interacciones cooperativas, no adversariales, en las que se obtienen bienes epistémicos.
Por su parte, los filósofos de la ciencia pueden preguntarse cuáles tipos de interacción, al interior de la comunidad científica, promueven la mejora de la calidad epistémica de los resultados de la investigación. Esta pregunta no es baladí. Aunque la ciencia es la práctica que suele considerarse paradigmática para la obtención de conocimiento y otros bienes epistémicos, la práctica científica lleva un tiempo siendo sometida a críticas desde la historia y la sociología de la ciencia, principalmente. Se le critica, por ejemplo, su falta de inclusividad, y no sólo por razones de justicia social, sino epistémicas. Grupos relativamente homogéneos, como las primeras sociedades científicas, son incapaces de detectar posibles sesgos en la investigación. También se crítica el estilo adversarial que prima en el trabajo científico en casi todas las disciplinas. Sabemos que la competitividad es una marca que suele considerarse positiva en la ciencia. Se piensa que las interacciones adversariales —subsumidas en un marco de cooperación generalizado— fomentan el progreso científico. No obstante, este supuesto ha sido cuestionado. Muchas veces la competitividad y la adversarialidad en el trabajo científico pueden contribuir a un juego estratégico nocivo entre los científicos: a la disminución del intercambio libre y abierto de información y métodos, al sabotaje de la capacidad de otros para utilizar el propio trabajo, a la interferencia con los procesos de revisión por pares, a la deformación de las relaciones, y a la conducta de investigación descuidada o cuestionable. Así, una adversarialidad generalizada entre los científicos —incluso dentro del marco de cooperación generalizado de la comunidad científica— puede poner en peligro el progreso, la eficiencia y la integridad de la ciencia. Entonces, ¿hacemos bien en comportarnos como adversarios con los colegas de nuestra disciplina, incluso con los de otras?
Por último, en filosofía política algunos de los debates más relevantes y actuales pueden enmarcarse en términos de adversarialidad/cooperación. Las tendencias populistas, el incremento en la polarización, etc., podrían ser efectos de una exacerbación de la adversarialidad política. Desde esta perspectiva, habría al menos dos sentidos relevantes del concepto política. Un primer sentido enfatiza sus aspectos adversariales: la lucha reglamentada por el poder. Así, la política no sería otra cosa que las pugnas entre distintos grupos por hacerse del poder dentro de un territorio. En su versión menos violenta están las campañas políticas dentro de las democracias liberales: la propaganda, los espectaculares, los folletos, la mercancía que publicita a quienes aspiran a ganar una elección, los aburridos y enconados debates, la pasión mediante la cual los simpatizantes de un grupo defienden a su tribu y al líder, etc. Tras bambalinas a veces se encuentran una pléyade de prácticas turbias: la compra de votos (sea directa o indirecta), los pactos no explícitos entre quienes aspiran a la victoria, los acuerdos de no agresión postelectoral, la inyección de dinero privado en las campañas (en algunos países esto es legal), el desvío de fondos y muchas más. Bajo este primer sentido, la política es una práctica que inicia públicamente con las precampañas y culmina el día de la elección. En los periodos intermedios la política se reduciría a las pugnas no públicas al interior de los grupos de poder por hacerse del apoyo para las siguientes precampañas. Así, las elecciones se consideran el paradigma de lo político dentro de una democracia. Un segundo sentido del concepto política enfatiza sus aspectos cooperativos: la práctica de resolver en conjunto problemas públicos. Para este tipo de política las campañas y las elecciones son secundarias. La política es justo lo que sucede cuando se gobierna y no cuando se aspira a gobernar. Bajo este sentido, una campaña política debería ser breve, debería estar enfocada en comunicar un proyecto de gobierno, las elecciones deberían espaciarse lo más posible en el tiempo, y la adversarialidad política se consideraría, en el mejor escenario, un mal necesario. Con el objetivo de cuestionar los efectos perniciosos de la adversarialidad política, David Van Reybrouck ha argumentado, desde un punto de vista histórico, que la democracia casi nunca ha estado ligada a la democracia electoral, y que la democracia ha sido y puede ser posible sin elecciones como las conocemos ahora. Por su parte, Hélène Landemore ha defendido opciones menos adversariales para decidir quién o quiénes nos gobiernan, como la lotocracia, y una democracia abierta.
En su agudo ensayo póstumo, Apuntes sobre la supresión general de los partidos políticos, Simone Weil había advertido el cáncer que supone la adversarialidad política para la democracia. Ella creía que la voluntad del pueblo tenía más posibilidades que ninguna otra para ser conforme a la justicia, pero consideraba que existían condiciones indispensables para que pudiese aplicarse la voluntad general: (i) que cuando el pueblo la expresara no existiera ninguna especie de pasión colectiva, y que (ii) el pueblo expresara su voluntad en relación con los problemas de la vida pública y no se quedara sólo en la elección de personas. Como pensaba que en su tiempo aún no se había cumplido ninguna de las dos, consideraba que no se había conocido nada cercano a una democracia.
Como podemos percatarnos, el marco conceptual adversarialidad/cooperación puede sernos útil para afrontar distintos debates filosóficos.