Me imagino aquel lugar con una luz tenue, apenas se pueden percibir las siluetas de los comensales. El murmullo de la charla entre los asistentes aquella noche al Whiskey a Go Go en la ciudad de Los Angeles se cuelga del humo que como una nata espesa oprime todo el lugar. Es el amanecer de 1967, un año muy importante en el rock. Muchas cosas estaban sucediendo y otras estaban por suceder en lo que hoy recordamos como el verano del amor.
Cuatro músicos se preparaban para tocar. Ray Manzarek ocupaba su lugar en el teclado, acomodó su silla y ejecutó algunos acordes para afinar y checar el sonido. Robby Krieger conectaba su guitarra al amplificador mientras John Densmore ajustaba sus tambores y platillos. Jim Morrison los observaba con la cabeza inclinada hacia el hombro derecho, los rizos del cabello le cubrían la mitad de la cara, y su pie derecho se apoyaba en la base del pedestal del micrófono al que se aferraba con las dos manos como si su vida dependiera de ello. El murmullo de la conversación continuaba en el Whiskey a Go Go, algunos distraídamente daban un sorbo a su cerveza. Aunque el pensamiento crítico siempre ha sido un elemento propio del perfil del rock, y aunque Bob Dylan ya engalanaba sus canciones von verdaderas peripecias poéticas, esa noche la poesía, la filosofía y la profanidad de pensamiento entraron irrenunciablemente a ser parte del patrimonio del rock.
Robbie Krieger empezó a tocar su guitarra con arpegios que nos invitaban a pensar en una cítara, después de una introducción en la guitarra se escuchó la gruesa voz de Morrison, como un barítono, mientras se colgaba del micrófono con las dos manos, su pierna izquierda rígida y el pie derecho descansando sobre la base del pedestal, recitaba unos versos, una tonadilla de despedida: “Este es el fin, hermosa amiga, el fin. Este es el fin, mi única amiga, el fin. De nuestros elaborados planes, el fin. De todo lo que permanece, el fin. Ni seguridad ni sorpresa, el fin. Nunca más me miraré en tus ojos, y puedes imaginarte lo que será, ilimitado y libre, necesitando con desesperación de una mano extraña en un país desesperado”.
Esta canción, The End, estaba integrada por un par de versos, un tema musical de despedida que en su versión original no duraba más de unos cuatro o cinco minutos, pero cada vez que The Doors la interpretaban en vivo Morrison solía improvisar versos hasta dejarla en poco más de once minutos, como finalmente quedó registrada en el primer disco del grupo en 1967, así que lo que originalmente fue una tonadilla de despedida de su novia de la adolescencia, se convirtió en un poema épico y un tema icónico en el rock.
Morrison seguía balbuceando las palabras en una especie de talkin’ blues: “Perdido en un desierto romano de dolor, y con todos los niños locos, esperando la lluvia de verano”.
Después de abrir brevemente los ojos, siguió con su plegaria: “Hay peligro en la orilla de la ciudad, maneja por la carretera King. Fantásticas escenas en la mina de oro, maneja por la carretera hacia el oeste”
Cesaron las conversaciones y toda la audiencia estaba ya atenta a la figura de aquel Dionisos del siglo XX que dictaba sus oráculos desde el escenario del Whiskey a Go Go. Morrison improvisaba sobre lo que leía, William Blake, Huxley, Nietzsche y su teoría del Eterno Retorno expuesta en su libro Así hablaba Zaratustra, obra cumbre del siglo XIX: “Monta en la serpiente y dirígete al lago, el antiguo lago. La serpiente es larga, como de siete millas. Es vieja y su piel es fría. El oeste es lo mejor, ven aquí y haremos lo que falta. El autobús azul nos llama. Chofer, ¿a dónde nos llevas?”.
El acompañamiento musical de The Doors era el vehículo perfecto para que Jim Morrison pudiera desahogar todos sus impulsos poéticos. El auditorio ya no parpadeaba, todos observaban atentamente, sin la menor distracción.
“El asesino despertó antes del alba, se puso las botas. Tomó una mascara de la antigua galería y bajó por el corredor. Fue a la habitación de su hermana y luego visitó a su hermano, después bajó por el corredor. Llegó frente a una puerta y miró hacia adentro. ¿Padre?, si hijo. Quiero matarte. Madre, quiero…” Jim Morrison ocultó con un grito lo que salió de su boca y se refugió en el tronar de los tambores y los violentos acordes del teclado y la guitarra, pero para todos era obvio. Nadie entendía cómo es que alguien quiera matar a su padre y tener sexo con su madre, nadie entendía todavía que estaba hablando de la tragedia de Edipo Rey escrita por Sófocles en el esplendor de la Grecia clásica.
La canción continuó y Morrison con los ojos cerrados canturreaba: “Vamos nena, arriésgate con nosotros, nos vemos atrás del autobús azul”. Después el ritmo de la música fue otra vez hipnótico, lento, lúgubre para el verso final de la canción: “Este es el fin, hermosa amiga, el fin. Este es el fin, mi única amiga. Me duele dejarte libre pero sé que nunca me seguirás. Es el fin de las risas y las dulces mentiras, es el fin de las noches en que procuramos morir. Este es el fin”.
Aquella noche en el Whiskey a Go Go de la ciudad de Los Angeles había nacido una de las más grandes leyendas en la siempre inconclusa historia del rock. Van estas líneas como homenaje a Jim Morrison en su aniversario luctuoso, 3 de julio de 1971.