Algunos de los problemas más apremiantes que enfrentamos en la actualidad exigen la coordinación de muchísimas personas. Presumiblemente eso se requiere, por ejemplo, para combatir la pobreza y la desigualdad, para atender emergencias sanitarias a gran escala, para mitigar el cambio climático y adaptarse a sus efectos, para prevenir y resolver conflictos bélicos, así como para regular los flujos migratorios, entre muchos otros. Con el fin de hacer frente a tales desafíos, debemos tomar decisiones colectivas, a través de procedimientos que no sólo sean efectivos sino también vinculantes.
Puesto que muchas de nuestras sociedades se rigen (o dicen regirse) por formas de gobierno ‘democráticas’, solemos asumir que hay una manera natural de tomar decisiones y resolver desacuerdos dentro de un grupo. Sin embargo, existe un problema muy general en torno a la legitimidad de las instituciones políticas y las decisiones a las que conducen: nos invita a reflexionar sobre qué decisiones y formas de tomarlas son legítimas, así como sobre cuáles son los rasgos de los que depende su legitimidad. No abordaremos este problema en su generalidad. El supuesto de que la democracia es una exigencia para la legitimidad política no está exento de controversia. Sin embargo, suele asumirse que ser ‘democrático’ ofrece una razón prima facie para considerar legítimo tanto a un procedimiento de toma de decisiones como los resultados que de él se derivan. Una derivación del problema de la legitimidad política examina en qué medida esa (presunta) legitimidad puede depender de rasgos ‘epistémicos’ de la democracia: aspectos relacionados con el conocimiento, la creencia verdadera, la evidencia y la comprensión. Dicha discusión se centra en La epistemología de la democracia: el estudio de cómo se producen, distribuyen y preservan bienes epistémicos dentro de las democracias.
Suele pensarse que existen criterios simples para elegir procedimientos de toma de decisiones colectivas. Una de las razones para ello es que se asume que hay sólo unos pocos de tales procedimientos. También se cree que es fácil identificar cuándo uno de ellos es democrático. Ambas creencias parecen ser falsas: hay una enorme cantidad de procedimientos para tomar decisiones colectivas; además, no es claro cuáles de ellos sean democráticos. Esto nos plantea un problema de diseño: elegir razonablemente un procedimiento (para un problema de decisión específico) requiere restringir de alguna manera el espacio de posibilidades de esta gigantesca clase. Para ello, además de tomar en cuenta rasgos ‘procedimentales’ (que se cumplan condiciones como el pluralismo, mayoritarismo y racionalidad colectiva), puede complementarse este enfoque con una aproximación ‘instrumental’. Esta se centra en investigar qué procedimientos son más propensos a producir resultados deseables, bajo ciertas condiciones. Algunos de tales resultados son epistémicos: tienen que ver con las capacidades del procedimiento para producir resultados verdaderos, para recabar evidencia y para generar comprensión. Que puedan obtenerse tales resultados, bajo ciertas condiciones, ofrece una clase distinta de ventaja para un procedimiento. Al basar nuestra elección en estos factores, se realiza una evaluación epistémica instrumental del procedimiento.
No hay que ir muy lejos para encontrar problemas de decisión colectivos para los que son relevantes resultados epistémicos. Lo son, por ejemplo, cuando los grupos religiosos enfrentan desacuerdos sobre temas doctrinales que consideran significativos; cuando los partidos políticos discuten sobre qué temas resultan de importancia social; también lo son, por supuesto, en la comunidad científica, cuando se producen disputas sobre cuestiones fácticas; ocurre incluso cuando se presentan controversias sobre asuntos prácticos dentro de las familias. Fernando Broncano-Berrocal y Adam Carter sugieren que existen dos formas epistémicamente significativas de resolver desacuerdos dentro de un grupo: (i) deliberar y/o (ii) votar. Si pensamos, como sugieren estos autores, que la resolución colectiva de desacuerdos puede estar dirigida a metas epistémicas distintas, deberíamos considerar cuáles son las ventajas y desventajas de cada una de estas aproximaciones. En algunos casos, la deliberación ofrece ventajas al permitir que los miembros del grupo se comuniquen entre sí y, al hacerlo, intercambien evidencia. Esto promueve que los desacuerdos se resuelvan sobre la base de la comprensión del problema y, de manera más general, se produzca una mayor comprensión como resultado. Sin embargo, eso no significa que la deliberación sea siempre epistémicamente apropiada. En tanto ejerce presión social sobre los miembros del grupo, la deliberación es propensa a generar ciertas formas de injusticia epistémica.
Aunado a esto, deliberación y votación no son mecanismos mutuamente excluyentes para tomar decisiones colectivas. En la práctica, a menudo se combinan. De hecho, al asumir que se trata de procedimientos democráticos, suele pensarse que los procedimientos deliberativos han efectuado cambios en la opinión de los miembros del grupo que, incluso si no se consultan, quedarían capturados a través de una votación. Por ello, aunque se hagan esfuerzos por mejorar la deliberación, conviene seguir prestando atención a los métodos de votación.