El humor es ubicuo en nuestras vidas. Gastamos tiempo y dinero consumiéndolo, y está presente casi en cualquier aspecto de nuestras vidas: en la familia, en el trabajo y en la vida pública. En el ámbito político, el humor ha sido utilizado como un medio para abordar temas delicados, pero de manera fundamental para criticar a gobiernos y líderes políticos. En la Antigüedad grecorromana el humor cumplió el papel de ridiculizar las políticas impopulares; durante la Revolución Francesa, y a través de plumas como la de Honoré Daumier, fue un arma clave para desacreditar a la monarquía; en el siglo XIX floreció la caricatura política, y Thomas Nast la usó tanto para exhibir a los políticos corruptos como para apoyar las urgentes reformas sociales de la época. Así, no es baladí que el fenómeno humorístico en general, así como en la esfera política en particular, nos incite a preguntarnos por su naturaleza y su función.
Por sus rasgos, el humor político parece especialmente afín a la concepción que se desprende de las teorías de la superioridad. Éstas ponen en el centro de nuestra atención la pregunta por la aceptabilidad moral y social de lo cómico. Con frecuencia, quienes las defienden ven al humor con sospecha, recelo e incluso repulsión. Bajo estas concepciones de lo que es objeto de risa y de las actitudes de quienes ríen, los fenómenos humorísticos pueden ser disruptivos y, con frecuencia, censurables, por lo que deben contenerse y controlarse. El siguiente ejemplo parece ilustrar un elemento de sorna asociado a encontrar fallas en otras personas; pero la burla por momentos también toca fibras sensibles: “La ONU hizo una encuesta mundial. Preguntaron: ‘¿Podría por favor darnos su opinión honesta sobre soluciones para la escasez de comida en el resto del mundo?’ La encuesta fue un fracaso. En África no sabían qué significa ‘comida’. En Europa oriental no sabían qué significa ‘honesta’. En Europa occidental no sabían qué significa ‘escasez’. En China no sabían el significado de ‘opinión’. En el Medio Oriente no sabían qué significa ‘soluciones’. En Sudamérica no sabían qué significa ‘por favor’. Y en Estados Unidos no sabían qué significa ‘el resto del mundo’”.
Los elementos risibles de este chiste parecen hacer alusión a problemas o defectos típicamente asociados a regiones de nuestro planeta, en su actual disposición política y económica. Encontrar humorísticos estos elementos, puede también entenderse como una forma de abuso. Es así como Roger Scruton, el filósofo y conservador inglés, vio el fenómeno humorístico como un dispositivo para la devaluación del objeto de la risa a los ojos del sujeto.
Algunos chistes sobre política ilustran también cómo el humor puede estar dirigido hacia quienes son víctimas del autoengaño (es decir, hacia quienes creen ser mejores de lo que de hecho son): “A punta de pistola un ladrón le dice a un tipo en la calle: ‘Esto es un asalto. ¡Deme todo su dinero!’ En lugar de asustarse, el hombre responde: ‘¡No sabe con quién se está metiendo! Soy un político muy influyente’. El ladrón lo mira y dice: ‘En ese caso: ¡deme todo mi dinero!’”.
Este episodio humorístico ilustra cómo un político -que hace gala de cierta dignidad e influencia asociadas a su oficio- es ridiculizado por un ladrón, quien parece actuar retributivamente. Como pensador político, Platón consideraba que una risa como esta difícilmente puede tener un lugar en una sociedad bien ordenada, pues socava las bases para la cooperación y la tolerancia; además, anula el autocontrol racional.
Sin embargo, de acuerdo con la teoría de la superioridad el humor político también puede tener un impacto positivo sobre la sociedad y sus miembros. Entre sus varias observaciones sueltas en torno a la risa, Descartes enfatizó el desdén característico de concebir al humor a partir de la superioridad. Era consciente de que podía tener efectos perniciosos si la risa era producida con malicia, pero encontraba en ella un dispositivo versátil para reprobar conductas viciosas mediante el ridículo, cuando se empleaba con moderación. De manera similar, Henri Bergson vio a la risa como un correctivo social. La concibe como un fenómeno esencialmente grupal, cuyo entorno natural es la sociedad. Su función propia responde a las exigencias de la vida gregaria: puesto que nadie quiere ser objeto de risa, esta previene a los individuos de distanciarse de lo que socialmente se considera normal, adecuado o decente.
A pesar de sus virtudes -pocas, pero visibles-, las teorías de la superioridad enfrentan desafíos y limitaciones importantes. En primer lugar, parece que el sentimiento ocasionado por una superioridad percibida no es una condición necesaria para la comicidad. Es decir, no todo lo que nos causa gracia tiene que ver con nuestra autopercepción, sea justa o distorsionada. En segundo lugar, parece que el reconocimiento de nuestra superioridad no es una condición suficiente para la comicidad. Como Francis Hutcheson señaló de manera memorable, nos damos cuenta de que somos superiores a las ostras y no nos reímos de ellas. En tercer lugar, podemos y solemos reírnos de personajes cómicos superiores a nosotros. La comicidad puede surgir de la viciosa y muchas veces placentera Schadenfreude. Por último, y de manera más relevante, muchas veces la fuente de la comicidad nada tiene que ver con temas de superioridad e inferioridad. Así, el humor ha sido utilizado para definir conceptos políticos, fijar una posición o dejar clara una cuestión, crear vínculos y aliviar tensiones sin recurrir a la confrontación física o militar. El humor puede servir también para desenmascarar la opresión. Además, chistes lingüísticos -fonéticos, en particular- son muy difíciles de explicar bajo el amparo de las teorías de la superioridad: “Si ‘con’ es lo opuesto a ‘pro’, entonces ¿‘Congreso’ es lo opuesto a ‘progreso’?”.
Además, las teorías de la superioridad se enfrentan a una debilidad central: aunque proporcionan una razón genérica que subyace a muchos ejemplares humorísticos, no proporciona un mecanismo del humor, y por lo tanto tampoco proporcionan una explicación de la razón por la cual nos reímos.
Las teorías del alivio tratan de dar cuenta del valor que conferimos al humor -por qué lo consumimos y es tan importante en nuestras vidas-, pero poco nos dicen de los mecanismos que generan el alivio, o por qué la comicidad nos causa alivio en primer lugar. Como Kant reconocía en la Crítica del juicio, reír fomenta procesos vitales del cuerpo, al mover los intestinos y el diafragma, produciendo una grata sensación de salud. Como después reconocería Spencer, de acuerdo con las teorías del alivio, la risa puede ser una fuerza benéfica de manera más amplia, al producir el equilibrio en un organismo permitiéndole liberar el exceso de energía. Emulando a la catarsis inducida por la tragedia, la risa puede fomentar cierto tipo de relajación o catástasis de la preocupación, al hacer manifiesto que las bases de tal inquietud resultan absurdas. Así ocurre en este caso: “Mientras dos amigos platican, uno pregunta: ‘¿Cómo te va con la crisis actual?’ El otro responde: ‘Duermo como un bebé.’ Ante la incredulidad de su amigo, aclara: ‘¡Me despierto cada tres horas llorando!’”.
Pese a que este chiste alude a una situación económica precaria que muchos de nosotros hemos experimentado, el efecto súbito del desenlace produce distensión. Esto parece respaldar el atractivo inicial y la inmensa popularidad de las teorías del alivio. Sin embargo, estas aproximaciones difícilmente podrían explicar el humor lógico, los juegos de palabras simples y las trampas gramaticales. No todos los ejemplares humorísticos, sobra decirlo, incluyen tensión sexual o agresiva, pace Freud.
Pensar que el humor radica en las incongruencias más que en la superioridad o el alivio ilumina otro hecho interesante: más que a una celebración de nuestra superioridad, el humor puede deberse al reconocimiento de nuestras limitaciones, a la humildad. El siguiente ejemplo resulta ilustrativo: “Una persona con sobrepeso entra en una pizzería y ordena una pizza. Quien le atiende le pregunta “¿Quiere su pizza con cuatro o con ocho rebanadas?” El cliente responde: “Solo cuatro, por favor. Estoy a dieta”.
En este caso la incongruencia revela las limitaciones de las heurísticas de las que disponemos para actuar cotidianamente: aunque cuatro es menos que ocho, en este caso la heurística no funciona de un modo estándar, lo que lleva a la incongruencia.