Recordemos por un momento un buen chiste, uno que nos haya hecho reír horrores, uno que nos haya partido de risa por la mitad y nos haya dejado con un agradable dolor de cabeza y estómago. Reír es algo claramente placentero. Nuestro organismo nos premia: la historia evolutiva de nuestra especie se hace patente recompensándonos por hacernos un bien, como cuando nos alimentamos o tenemos relaciones sexuales. Lo cierto es que no queda claro cuál es la historia evolutiva del humor —por qué nuestro cuerpo nos recompensa químicamente cuando reímos—, y tampoco queda claro qué es el humor —por qué algo nos parece gracioso y otras cosas no tanto—. Ambas preguntas están relacionadas.
Desde una perspectiva biológica, preguntarse por la función de algo puede significar dos cosas distintas. En un primer sentido, puede significar su etiología, su historia causal. Así, hablar de la función biológica de algo equivale a dar cuenta de por qué la selección natural llevó a ese elemento a proliferar en una población. En otras palabras, la función de algo se identifica con el efecto del elemento en virtud del cual la selección natural lo favoreció. En un segundo sentido, las atribuciones funcionales suelen hacerse cuando intentamos comprender cómo funciona un sistema o proceso complejo. Así, cuando nos preguntamos por la función del humor en el primer sentido buscamos responder a la pregunta de por qué el humor fue favorecido por la selección natural en nuestra especie (y seguramente en otras, como lo detectó el propio Darwin). Cuando nos preguntamos por la función del humor en el segundo sentido, nos preguntamos cómo operan sus elementos, nos preguntamos así por los mecanismos del humor. Podríamos decir que en el primer caso nos preguntamos por su función en un sentido más estrecho, y en el segundo caso por su naturaleza.
En lugar de centrarnos en los rasgos emocionales de la risa, para hablar de la función del humor debemos cambiar de enfoque hacia una perspectiva cognitiva: ocuparnos de los mecanismos humorísticos. Además, esto ofrece la ventaja teórica de aproximarse a los fenómenos de manera pragmática: no permite entender por qué usamos el humor con fines específicos. Lo que genera resultados humorísticos resulta de confrontar nuestras expectativas iniciales con la percepción de otra interpretación ‘real’ que se activa en el contexto en que la encontramos. Esto puede ilustrarse con el siguiente ejemplo:
Un candidato en plena campaña electoral lleva juguetes a los niños de un hospital público. El director le reprocha: ‘Usted les trae juguetes y los chicos hace dos días que no comen…’ El político, enojado, mira a los pequeños y les dice: ‘¡Ah, no! Si no comen, ¡no hay juguetes!’
Se esperaría que un candidato en campaña fuese capaz de identificar las necesidades de la población sobre la que se propone gobernar, con el fin de atenderlas. Como reprocha el director del hospital, eso no ha ocurrido en este caso: más que juguetes, los niños requieren comida. La expectativa inicial ante esta situación sería que el candidato reconociera y corrigiera su error. Sin embargo, en lugar de eso reprende a los niños por no comer, con lo cual no sólo deja sin atender sus necesidades más básicas, sino que les niega incluso el presunto bien que se proponía ofrecerles. Lo que esta incongruencia explota es la frecuente asociación del papel de los políticos hacia los ciudadanos con el de los padres hacia sus hijos: tienen el deber de cuidarlos, pero también de reprenderlos. Sin embargo, como el chiste ilustra, la sencilla heurística que empleamos por medio de esta analogía no siempre funciona.
Así, además de echar luz sobre los mecanismos del humor (su naturaleza), podemos además iluminar el papel que desempeña y lo hace proliferar en nuestras sociedades (su función): el humor nos permite detectar fallas en nuestro funcionamiento racional, por lo que resulta de vital importancia para nuestro bienestar social y cognitivo.